LOS GESTOS LITURGICOS

por Dom Gregori Maria

 

Capítulo 15: Las procesiones ceremoniales y las fúnebres (18/12/2010)

Ceremoniales:

Creemos poder asignar a este grupo dos procesiones:

La entrada del celebrante para la misa solemne, la cual, como nota el Ceremonial de los obispos tradicional y las rúbricas del Novus Ordo , debe hacerse processionali modo . En las pequeñas iglesias, ésta se presenta en forma modesta, pero en las grandes iglesias catedrales y colegiatas reviste todavía una solemnidad imponente. A pesar de todo eso, es siempre una reducción del majestuoso cortejo pontifical ya en uso en Roma al menos desde el siglo V, del cual nos han dejado la descripción los ordines romani y los liturgistas medievales.

Tomaban parte por deber de oficio los siete subdiáconos y los siete diáconos relacionados con las siete regiones o barrios de la ciudad, según el decreto del papa Fabiano (+ 253), a los cuales correspondía el asistir al pontífice cuando celebraba en las solemnidades estacionales, ut sint custodes episcopo consecranti.(como custodios del obispo celebrante) Intervenían también los sacerdotes de los varios títulos o parroquias romanas así como los obispos presentes en Roma, todos los cuales en aquella circunstancia celebraban con el Papa. A los subdiáconos estaba asignada la incumbencia de revestir al pontífice en el Secretarium de los ornamentos pontificales, hecho lo cual, se colocaban cerca del altar a la espera. Este orden Professional que el Ordo romanus vulgatus del siglo X llama “processio plenaria” si mantuvo en Roma y en las grandes iglesias del Occidente latino hasta el siglo XII como atestigua Honorio de Autún (+1135). Este no desapareció del todo y permaneció en la liturgia del Jueves Santo en ocasión del cortejo de entrada de la Misa Crismal. La reforma litúrgica posconciliar lo ha querido resaltar de un modo especial.

Misa Crismal en la Catedral de Melo (Uruguay)

Misa Crismal según el modo extraordinario (Misal 1962)

b ) El traslado de las ánforas de los santos óleos al altar para ser consagrados. Tradicionalmente tenía lugar procesionalmente en un orden concreto referido por el Pontifical: turiferario, dos ceruferarios, siete subdiáconos, doce presbíteros en fila de a dos, subdiácono con el Evangeliario, diácono asistente, y finalmente el Obispo entre dos canónigos. Mientras el cortejo se dirige hacia el altar, se cantan las estrofas del himno de Venancio Fortunato O Redemptor sume carmen. Esta forma procesional, que será también repetida, después de terminar la consagración, para llevar las ánforas a la sacristía, no es originariamente romana.

Los ordines primitivos hasta el siglo X no hablan para nada de procesión; suponen que las ánforas han sido colocadas anteriormente junto al altar. El rito procesional comienza a despuntar en el siglo X, aunque sin canto. El himno O Redemptor entra en el rito en el siglo XV. La procesión actual, inserida en la antigua y sobria tradición romana, es una importación galicana, la cual a su vez, la tomó de la liturgia bizantina, que en la ceremonia de consagración de los óleos tenía y sigue teniendo un desarrollo litúrgico semejante.

Fúnebres

La procesión que bajo la guía del clero, acompaña los restos mortales de los fieles, desde la casa a la iglesia y desde aquí al lugar de su definitivo descanso, es uno de los ejemplos procesionales más antiguos que recuerda la historia litúrgica. San Gregorio Niceno, narrando los funerales de su hermana Santa Macrina, describe el cortejo de diáconos y clérigos que, de dos en dos, acompañan el cuerpo del difunto hasta el sepulcro. San Agustín también describió con expresiones impactantes el que se celebró para la inhumación de su madre, al cual participó él mismo con el corazón deshecho pero sin lágrimas.

En tal ocasión, se cantaban salmos especiales, entre los cuales el salmo 50, a causa de las palabras Exultabunt Domino ossa humiliata , (se alegrarán en el Señor los huesos quebrantados) llevándose cirios encendidos. Este uso de los cirios es de origen pagano. Los funerales, originariamente tenían lugar por la noche y las luces eran imprescindibles. Pero bajo el emperador Augusto, cuando empezaron a celebrarse de día, quedó la costumbre de los cirios, entendido el rito como signo de honor a los difuntos. En el ámbito cristiano las velas en las exequias no tuvieron sólo este significado, sino que asumieron otro de más noble: ser símbolo de la luz de Dios y, como dice San Jerónimo “de la luz de la fe que guía a los fieles hasta la luz de la gloria que brillará para ellos en la patria celestial”.


Capítulo 14: Las procesiones (3ª parte) (11/12/2010)

Las procesiones marianas

No sabemos con precisión cómo ni cuándo hayan entrado en la liturgia romana las cuatro fiestas más antiguas de la Virgen; es decir, la Natividad, la Anunciación, la Purificación y la Dormición. Pero éstas ya existían en tiempos del papa griego Sergio I (687-701), el cual, inspirándose probablemente en el uso de los bizantinos, quiso rodearlas de mayor pompa, ordenando que en estos días se celebrase durante la noche y a la mañana una gran procesión o cortejo de antorchas de la basílica de San Adrián, en el Foro, hasta Santa María la Mayor. Se llevaban en triunfo los iconos, como ya se hacía con los retratos de los augustos, representantes del Salvador y de la Madre de Dios. Según un ordo del siglo XII, en las procesiones de la Purificación y de la Anunciación eran hasta dieciocho los cuadros sagrados que desfilaban por las calles de Roma, sostenidos por diáconos en medio de candeleros encendidos.

Las cuatro procesiones tenían en un principio un carácter penitencial. El papa y el clero participaban con los pies descalzos, vistiendo las lúgubres capas negras romanas (“paenulae”) , de los días de penitencia.

Las capas negras romanas ("paenulae")

Acherópita o icono del Salvador de la basílica lateranense

Procesion de la Dormición en Montebello Jónico en Calabria

En la procesión de la Purificación, los antiguos documentos litúrgicos romanos no recuerdan una especial bendición de las candelas. Estas, por otra parte, eran distribuidas en Roma en todas las otras procesiones nocturnas, sin constituir una característica particular de la fiesta del Encuentro (Ipapante), como después se hizo en el siglo XII. Pero ni siquiera entonces esta bendición era exclusivamente propia de aquel día, ya que también en las otras procesiones marianas se habla generalmente de cirios bendecidos.

Como la procesión más importante fue siempre considerada la que precede a la fiesta de la Asunción. Después del siglo X, asociada a la Acheropita, la antiquísima imagen del Salvador, venerada en el Sancta Sanctorum lateranense se convirtió en una de las solemnidades más características de la Roma medieval. Pero de ella hablaremos expresamente en el tratado de la fiesta de la Asunción.

Las procesiones eucarísticas .

Las procesiones teofóricas o eucarísticas hoy incluidas en los libros litúrgicos son cuatro:

a ) La procesión del Jueves Santo, que acompaña al Reservado eucarístico desde el altar mayor a la capilla del Monumento, preparada adrede en la iglesia, desde donde, al día siguiente, es devuelto para la Acción Litúrgica del Viernes Santo por la tarde.

En relación con la Semana Santa no pueden silenciarse aquellas que quizá constituyen las más antiguas formas de procesión teofórica registradas en la historia litúrgica, hace siglos desaparecidas, y que son la del traslado del Santísimo Sacramento en la procesión del domingo de Ramos y la de su deposición en el "sepulcro" el Viernes Santo sucesivo. De la primera, que probablemente es anterior cronológicamente a la otra, encontramos nota en una disposición de Lanfranco de Cantorbery (+ 1089), la cual ordena que en la procesión del domingo de Ramos, dos sacerdotes, vestidos de blanco, lleven una urna in quo et corpus Christi debet esse reconditum (en la que el cuerpo de Cristo debe ser guardado). El consuetudinario de Sarum, del siglo XII, precisa todavía mejor: mientras se distribuyen los ramos bendecidos de olivo, se deberá preparar una urna con restos de ramos, en los cuales ha de ser suspendido el cuerpo de Cristo, cerrado en una píxide. Como se ve, es en Inglaterra, y quizá en Normandía, donde estaba en vigor el uso aludido.

En cuanto a la otra procesión del Viernes Santo, los documentos, comenzando desde el siglo X, son más numerosos, porque la práctica se había hecho muy común. En dicho día, la Eucaristía era llevada y depuesta en el "sepulcro," junto con la cruz; se encendían luces ininterrumpidamente y se hacía la vigilia hasta más allá de la media noche de Pascua.

b ) La procesión que, según la Instructio clementina, concluye las llamadas Cuarenta Horas. Se introdujo en Italia a principios del siglo XVI, cuando se extendió la práctica de tener expuesto el Santísimo Sacramento durante cuarenta horas sucesivas, es decir, por un período de tiempo igual a aquel en el cual el cuerpo de Cristo estuvo encerrado en el sepulcro. La procesión se hace en el interior de la iglesia y va seguida de la recitación de las letanías de los santos.

Procesión del Combregat en Benetússer (Valencia)

Procesión del Corpus en un pequeño pueblo italiano

Procesion del Congreso Eucaristico de Buenos Aires 1934

c ) El traslado solemne de la sagrada comunión a los enfermos en peligro de muerte, y en tiempo de Pascua, a los enfermos imposibilitados de salir de casa. En Cataluña y Valencia es conocida con el nombre del “Combregat i Peroliat” en referencia al enfermo comulgado y “peroliado” (“per oleum”) , es decir, asistido con la unción de enfermos.

d) La procesión del Corpus Christi, la más solemne de todas las eucarísticas, que se generalizó en la Iglesia a mitad del siglo XIV y que dio origen a las más hermosas manifestaciones populares en honor del Santísimo Sacramento. Estos lances devocionales a veces conllevaron fáciles abusos que fueron corregidos y orientados por los obispos en los siglos XV y XVI disciplinando mejor el orden y la piedad de las procesiones eucarísticas.

Y finalmente no hay que olvidar tampoco, como señal del desarrollo ulterior del culto eucarístico en nuestros tiempos, las grandiosas procesiones con las cuales en este último siglo, en los varios continentes, se han concluido los congresos eucarísticos, tanto nacionales como internacionales. Las proporciones espectaculares tomadas por tales ritos, el fervor de piedad que generalmente los acompaña, la afirmación solemne de la soberanía de Cristo que ellos provocan delante del mundo, las hacen un hecho litúrgico de primera importancia, tal que difícilmente encuentra parecido en la historia del culto.


Capítulo 13: Las procesiones (2ª parte) (4/12/2010)

Las procesiones penitenciales y lustrales .

Las procesiones de penitencia y lustrales eran también llamadas simplemente letanías (de ??t? = oración), porque al final de la procesión se cantaba aquella fórmula de súplica o intercesión llamada comúnmente letanía, y más tarde, letanía de los santos. Pertenecen a este grupo:

a) La letanía mayor, llamada así por su carácter más festivo en comparación de las otras letanías estacionales. Había sustituido, a mitades del siglo VI, a la fiesta pagana en honor de Robigo, deidad primaria de los granjeros romanos, conocida como la diosa del desperfecto. Los granjeros la veneraron para proteger sus cosechas del desperfecto, que ella mandaría sobre ellos si no era apaciguada. Robigo preservaba los cereales de los mohos. La celebración concluía con la bendición del pueblo y de sus habitantes.

En Roma, la procesión partía de San Lorenzo in Lucina, y por la vía Flaminia y el puente Milvio se dirigía a San Pedro. Ya que se celebraba el 25 de abril, es decir, en pleno tiempo pascual, la Iglesia romana no le había dado aquella impronta penitencial que retuvieron las letanías menores venidas de las Galias. Se pedía con ella la protección de Dios sobre las mieses próximas a madurar. La letanía mayor fue adoptada muy tardíamente fuera de Roma. En Génova no era todavía conocida en el siglo XII.

Procesión de Rogativas

b ) Las letanías menores o rogativas nacieron, por el contrario, en Francia, por obra de San Mamerto de Vienna, en el 470, y en poco más de un siglo estaban ya difundidas en muchas diócesis de la alta Italia. En las ciudades se hacían desde la Catedral; en las campiñas, desde las iglesias urbanas, a las cuales, por tanto, debían acudir el clero y el pueblo de las iglesias inferiores, lo cual hacía muy numerosas e imponentes aquellas procesiones.

El recorrido generalmente era muy largo, pero fraccionado con paradas, durante las cuales el pueblo podía descansar. Para que todos tuviesen modo de participar, el triduo de las rogativas era considerado, al menos en la primera mitad del día, como festivo. Como la Letanía Mayor, así también las Menores o Rogativas tuvieron por fin el impetrar la bendición celestial sobre los frutos del campo, pero con un carácter penitencial más acentuado, que en parte se mantuvo no obstante su inserción en el gozoso tiempo de Pascua.

A la cabeza, el sacerdote con los monaguillos y a los lados los representantes de las varias Cofradías con sus vestes y estandartes. Detrás, las mujeres y los niños y atrás de todo, los hombres. El sacerdote entonaba las letanías y el coro respondía con gozosa devoción. El recorrido era estudiado de manera que todo el territorio de la parroquia pudiera ser visto aunque fuese a distancia. Y esto en todos los pueblos y pedanías. Cuando se llegaba al primer punto establecido, siempre el mismo todos los años, la procesión se paraba, el sacerdote cantaba el inicio de uno de los cuatro evangelios y alzando la cruz y dirigiéndose a los cuatro vientos o puntos cardinales comenzaba: “A fulgure et tempestate” y todos arrodillados respondían “Libera nos, Domine” mientras la mirada de cada cual se dirigía hacia el propio campo donde se había sembrado. Después las demás peticiones: “A peste, fame et bello” y todos respondían de igual manera “Libera nos, Domine”. Y más adelante “Ut pacem nobis dones”…(para que nos concedas la paz) “Te rogamus, audi nos”

Se retomaba el camino hasta la próxima capilla o cruz de término. Y así en cada parada se oía la contundencia de las oraciones latinas que todos comprendían a la perfección. Para evitar que el párroco olvidase alguna parada se colocaban cruces de madera ornadas con flores, ramos de olivo o de retama blanca o amarilla. Terminado el recorrido la procesión perdía concentración y todos, observando con atención los campos se permitían comentarios sobre las faenas, los cultivos, sobre el retraso o adelanto de la cosecha o sobre las previsiones de la añada.

Muchos en Cataluña conservamos a tantos años de distancia un hermoso recuerdo de aquellos ritos, de aquellas mañanas frescas y luminosas de primavera, de aquella alegría que te sobrecoge cuando despunta el día. Recordamos los vestidos simples y vistosos de las mujeres y los pañuelos y capuchas que cubrían sus cabezas. Las barretinas bien caladas de los payeses y las alpargatas bien remendadas de los abuelos. Así como recordamos el gesto solemne del sacerdote cuando alzaba la cruz pidiendo a los cuatro vientos la ayuda y protección del Señor. La fe es bella sin las dudas y los porqués. Como entonces.

Estación cuaresmal en Santa Sabina

c) Las procesiones estacionales. — Tuvieron origen en Roma y se desarrollaron probablemente de las fiestas aniversarios de los mártires, en las cuales se citaba a los fieles junto a su tumba y participaba el papa con todo el clero de la ciudad. Pero es preciso admitir que la procesión estacional de carácter popular, tal como la vemos afianzar y engrandecerse a partir del siglo V, debe sus orígenes a las influencias del Oriente donde ya existían usos similares. La letanía estacional partía de una iglesia concreta llamada “ad collectam” ( es decir, donde reunirse para comenzar) donde el pueblo y el clero se daban cita para dar inicio a la procesión durante la cual se cantaban himnos y salmos hasta llegar a la iglesia estacional. Allí el Pontífice o su delegado celebraba la Santa Misa. San Gregorio Magno dio nuevo impulso a la observancia de las procesiones estacionales y reordenó en parte la serie, de forma que, salvo pocas excepciones aun hoy la lista de las basílicas donde se celebra la estación es precisamente aquella descrita en el sacramentarlo gregoriano.

Las letanías estacionales romanas fueron imitadas también fuera de la ciudad. Las encontramos en Francia, en Alemania, en Bélgica, en Milán y Rávena. San Gregorio mismo incitaba a los obispos de Sicilia a instituirlas. Interrumpidas al final del Medievo, parece que en nuestros días deban tomar nueva vida y florecer de nuevo.

d ) Las procesiones extraordinarias. — En los tiempos de públicas calamidades, las procesiones de penitencia han sido siempre uno de los medios sugeridos por la Iglesia para aplacar la justicia de Dios. Así había hecho San Mamerto con las rogativas; así en el 591, existiendo una terrible peste, hizo San Gregorio Magno con la famosa Litania septiforme, porque las procesiones debían partir de siete puntos diversos de Roma y convenir para la estación de la basílica de Santa María la Mayor; así hicieron los papas con ocasión del jubileo, organizando procesionalmente la visita a las varias iglesias de Roma.

Con las procesiones penitenciales pueden enumerarse aquellas, muy frecuentes en la Edad Media, dirigidas a alejar del campo el azote del granizo y en general de las tempestades desastrosas. Tenían lugar no sólo en caso de peligro, sino regularmente al principio de la primavera, como en el día de la Invención de la Cruz, o en la fiesta de la Ascensión, o en el jueves sucesivo. Como la procesión de rogativas, estas pasaban a través de los campos haciendo varias estaciones, en las cuales se cantaban los initia de los cuatro Evangelios, cada uno en la dirección de los cuatro puntos cardinales. Entre las oraciones dichas en tal ocasión estaban también los exorcismos contra los demonios, que eran considerados como causantes del mal tiempo.


Capítulo 12: Las procesiones (27/11/2010)

Procesión de Corpus Christi en Paris 1830

Las procesiones son un elemento litúrgico que se encuentra en todas las religiones y que, por su simplicidad y por su mayor libertad de movimiento, fue constantemente del agrado del pueblo. Los cultos paganos en Roma tenían muchas y muy frecuentadas, algunas de las cuales fueron cristianizadas por la Iglesia.

No es éste el lugar para entrar en los detalles históricos de cada una de las procesiones que forman parte de la liturgia latina. Aludiremos solamente a las principales, y, según el fin preferente de cada una de ellas, las dividimos en los grupos siguientes:

                      1. Procesiones conmemorativas de algún acontecimiento.
                      2. Procesiones penitenciales y lustrales
                      3. Procesiones marianas.
                      4. Procesiones eucarísticas.
                      5. Procesiones ceremoniales.
                      6. Procesiones fúnebres.

 

PROCESIONES CONMEMORATIVAS

a) La procesión dominical para la aspersión del pueblo con el agua bendita.

Se originó en Francia poco antes de la época carolingia y se difundió en seguida por Italia, como nos consta por los decretos sinodales de Raterio de Verona (+ 974). Fue instituida para repetir semanalmente sobre los fieles aquella efusión del agua lustral recibida cada año en la noche de Pascua en la bendición de la fuente, la cual debía reavivar en ellos la gracia del bautismo. Durando lo dice expresamente: Ex aqua benedicta nos et loca in significationem baptismi aspergimus .(1) El celebrante, antes de la misa parroquial, bendecía el agua, y procesionalmente, con la cruz y los ministros, dando la vuelta a la iglesia, rociaba a los fieles; se dirigía después, si existía, al cementerio contiguo, donde bendecía las tumbas; después volvía al altar. En los monasterios, la procesión que llevaba el agua lustral a los lugares más importantes del edificio adquirió importancia extraordinaria. Hoy la antigua forma procesional ha desaparecido; pero ha quedado el rito, que tiene lugar todos los domingos en las iglesias colegiatas y parroquiales.  

b ) La procesión a la pila bautismal en las vísperas de Pascua.

De la basílica lateranense llegaba la blanca fila de los neófitos a visitar nuevamente el baptisterio y el contiguo oratorio de la Cruz, donde habían sido confirmados, para terminar la gran jornada de su regeneración cristiana con el Magníficat de acción de gracias a Dios. La procesión se repetía cada tarde durante toda la octava. Duró hasta el siglo XIII.

Baptisterio de San Juan de Letrán
Procesión de Ramos 2010 en Jerusalén
Marfil del Tesoro catedralicio de Tréveris ( s. VI)

 

 

 

 

 

 

 

 

c) La procesión de Ramos, la cual, como veremos en su tiempo, quiere reproducir en Jerusalén la escena evangélica de la entrada de Jesús en la Ciudad Santa. La sugestiva ceremonia agradó y fue imitada en primer lugar en Francia y después en todas partes, y dio origen a la procesión más pintoresca de la liturgia medieval. Partía de una iglesia fuera de la ciudad; de aquí todo el pueblo con el clero, entre el cual se hallaba la turba de los niños con hojas, palmas y ramos verdes, se paraba en las puertas para rendir un solemne homenaje a Cristo, representado por el obispo o por un símbolo (evangeliario, estatua); después se ponía en movimiento hacia la catedral, donde se celebraba la misa.

d ) La traslación de las reliquias a la iglesia que iba a ser consagrada.

El Pontifical prescribía minuciosamente el orden de la solemne procesión que, partiendo de la capilla donde la tarde anterior habían sido expuestas las reliquias que habían de ser sepultadas en el altar, las lleva triunfalmente, conducidas sobre una urna sostenida por sacerdotes, a la iglesia que ha de ser consagrada, mientras delante de ellas se esparce continuamente el perfume de los inciensos y resuenan los cantos alegres de la schola. El cortejo, antes de entrar en la iglesia, la rodea por todas partes, populo sequente et clamante "Kyrie eleison." (2)

La pompa de este rito procesional refleja la que debió desarrollarse tantas veces en la historia antigua y medieval, cuando las traslaciones de las reliquias de los santos estaban a la orden del día. La primera que recuerdan los historiadores fue aquella de los restos de San Babil, llevados en el 351 a Antioquía. San Juan Crisóstomo describe la fiesta verdaderamente regia que tuvo lugar en Constantinopla para el recibimiento de las reliquias de San Foca, traídas del Ponto. Toda la ciudad, yendo primero el emperador, tomó parte; un cortejo naval, resplandeciente de luces y estandartes, escoltó los preciosos despojos hasta el lugar de su reposo.

El tesoro de la catedral de Tréveris conserva un marfil del siglo VI que puede dar idea de la pompa de aquellas procesiones. El cofrecito de las reliquias es tenido en la mano por dos obispos, que se sientan sobre un coche tirado por dos caballos, precedido por una fila de clérigos y de personajes, mientras de todos los balcones de un palacio que mira hacia el camino se asoman individuos que agitan incensarios humeantes. Strzywoski opina que el marfil representa una traslación de reliquias que tuvo lugar en Constantinopla en el 592.

NOTAS:

  1. Significando el bautismo nos rociamos nosotros y rociamos los lugares.
  2. Siguiendo el pueblo y clamando: “Señor ten piedad”

Capítulo 11: Los gestos de Conveniencia (20/11/2010)

Roma: basílica de San Clemente

Reunimos bajo este título una serie de gestos de importancia secundaria, dictados más que por una finalidad espiritual, por un sentido de decoro y de buena educación.

A) El sentarse. — Es la actitud de quien enseña y de quien escucha. El obispo, ordinariamente, hablaba a los fieles sentado en la cátedra; los fieles escuchaban su palabra también sentados. Ego sedens loquor -decía San Agustín- vos stando laboratis (1). El pueblo se sentaba también mientras se hacían las lecturas. San Justino lo supone ya, y San Agustín recomienda al diácono Deogracias que durante la predicación haga sentarse a los fieles, a fin de que no se cansen. Se sentaba también el celebrante con los sacerdotes durante el canto del responsorio gradual. San Jerónimo escribe: In ecclesia Romae presbyteri sedent et stant diaconi, licet... ínter presbyteros, absente episcopo, sedere diaconum viderim (2). Para el pueblo no había escaños a propósito, sino que todos se acomodaban directamente sobre el pavimento o sobre esteras. El uso de los bancos en la iglesia es relativamente reciente. Fue introducido después del siglo XVI siguiendo el ejemplo de las iglesias reformadas que sentían una especial necesidad, dada la importancia preeminente concedida a la predicación.

b ) El lavatorio de las manos. — El lavarse las manos antes de acercarse a una persona de respeto es acto de elemental educación, que los antiguos la sentían como nosotros: tanto más si se trataba de acercarse a Dios en la oración y de acercarse a su altar. Por esto, generalmente, los romanos y los griegos usaban el lavarse las manos, antes del sacrificio o de un rito mistérico. A este sentimiento va unida la idea, de derivación judía, muy en boga en los primeros siglos, de que las abluciones corporales tenían también una cierta eficacia purificativa del alma, especialmente en materia de faltas sensuales. Como quiera que sea, nosotros encontramos en la Iglesia antigua insistentemente recomendados el lavatorio de las manos antes de la oración y antes de entrar en la iglesia. Christianus lavat manus omni tempore, quando orat (3) , dice uno de los cánones atribuidos a Hipólito. También Tertuliano alude a esto, no sin un poco de ironía para aquellos que ponían en tales lavatorios como una virtud mágica: Hae sunt verae munditiae, non quas plerique superstitiose curant, ad omnem orationem etiam cum lavacro, totius corporis aquam sumentes (4). San Juan Crisóstomo recomienda, es cierto, el hacer tales abluciones; pero exhorta a que antes de entrar en la iglesia no sólo se laven las manos, sino que se purifique también el alma.

Cantharus de Poblet

Para la ablución ritual de las manos, en el atrio de las iglesias antiguas había en el centro una fuente ( cantharus ) que daba agua continuamente. Era famoso en el Medievo el cantharus de la basílica de San Pedro, que esparcía sus chorros de una colosal piña de bronce puesta bajo un quiosco sostenido por ocho columnas de porfirio.

La antigua costumbre ha quedado en vigor para el obispo y el sacerdote, los cuales se lavan las manos antes de vestirse con los ornamentos sagrados. Los libros rituales después del año 1000 contienen varias fórmulas sobre el particular, especialmente el versículo Asperges me, etc.

Una ablución más estrictamente litúrgica es aquella que hace el celebrante al final del rito del ofertorio en relación con el antiguo uso de las ofrendas en especies. Mientras éstas estuvieron en vigor, es decir, hacia el siglo IX, era un acto obligatorio de decencia el lavarse las manos después de terminada la acogida de las mismas. En efecto, según el I OR (n. 14) no lo hacía solamente el Papa, sino también el archidiácono. Desaparecidas las ofrendas, el lavatorio ha quedado en una ceremonia exclusivamente simbólica de purificación espiritual.

A los lavatorios arriba mencionados puede asociarse aquí el recuerdo del lavatorio semilitúrgico de la cabeza y de todo el cuerpo que en la Iglesia antigua se hacía a los catecúmenos el domingo de Ramos, en preparación a su inminente bautismo.

c) El ayudar al celebrante en la ejecución de su ceremonial . — El I OR advierte que cuando el papa hace la solemne entrada en la iglesia para la misa, dat manum dextram archidiácono et sinistram secundo...; et illi, osculatis manibus ipsius, procedunt cum ipso sustentantes eum (5). El gesto de los dos ministros era necesario; de lo contrario, la casulla le habría caído sobre los brazos al pontífice y le habría dificultado el paso. Todavía hoy se hace lo mismo durante la misa. En las incensaciones y en la elevación, la rúbrica prescribe al diácono el levantar algo la extremidad de la casulla. Un motivo semejante ha dado origen al gesto, también prescrito por la rúbrica ( ibid .), de sostener el pie del cáliz y el brazo del celebrante mientras lo levanta para el ofertorio. En el pasado, a veces, los cálices eran muy pesados y su manejo tenía cierta dificultad.  

d ) El dar y recibir una cosa sagrada. — Según las reglas de la etiqueta antigua, cuando se daba alguna cosa a una persona distinguida o se recibía de ésta, o cuando se manejaba alguna cosa sagrada, las manos debían estar protegidas por una mappula o servilleta. La práctica eclesiástica sancionada por los ordines era de usar como mappula el ornamento endosado (la casulla, la dalmática o la tunicela) Con las mangas del sobrepelliz, los acólitos llevaban el epistolario y con la tunicela el subdiácono sostenía y llevaba el evangeliario. Los mosaicos del siglo IV y V en Roma y en Rávena representan frecuentemente personajes en acto de tener sobre la casulla el objeto que dan.

Obispo llevando evangeliario (Ravenna)

En el siglo IX, Amalario explica largamente cómo los fieles presentaban las oblaciones al altar envueltas en un velo llamado fanón. El I OR recuerda que en la misa el archidiácono levat cum offerturio (bajo un paño) calicem per ansas (6) Hoy en el uso litúrgico han quedado los paños de hombros que visten los acólitos en los pontificales para manejar la mitra y el báculo, como también el velum calicis (7) y el velo humeral, con el cual el subdiácono tiene la patena durante el canon, y el sacerdote empuña el ostensorio en la bendición eucarística. El velo humeral, como lo dice su nombre, no tiene, por tanto, razón de vestido ni de ornamento, sino que es solamente una mappula oblatitia (8). El I OR lo describe colgado del cuello del acólito: Venit acolithus sub humero syndonem in collo ligatam, tenens patenam ante pectus suum (9), en razón del peso de la patena. Como paño independiente es todavía recordado en el Ceremonial de los obispos.

En la Iglesia antigua existe el recuerdo de otro gesto de este género, usado al recibir la sagrada comunión. Mientras los hombres conservaban el pan eucarístico sobre la palma desnuda de la mano, las mujeres, por el contrario, debían extender un pañito llamado dominicale. San Agustín alude a esto en un sermón suyo: Omnes viri, quando communicare desiderant, lavent manus, et omnes mulieres nítida exhibeant linteamina, ubi corpus Christi accipiant . Dado que a veces en los textos canónicos se designa con el mismo nombre el velo prescrito a las mujeres sobre la cabeza cuando comulgaban, puede darse muy bien que este mismo velo muy amplio, haya servido para cubrir la mano en el acto de la comunión.

NOTAS:

1.  Yo hablo sentado. Si vosotros estáis de pie, os cansáis.

2.  En la iglesia de Roma los presbíteros se sientan, y los diáconos permanecen en pie; aunque… entre los presbíteros vi sentarse al diácono en ausencia del obispo.

3.  El cristiano se lava las manos en todo tiempo cuando ora.

4.  Éstas son las verdaderas purificaciones, no aquellas que la mayoría cultivan supersticiosamente, también con el lavatorio, emprendiendo el de todo el cuerpo para toda oración.

5.  Da la mano derecha al primer diácono, y la izquierda al segundo…; y ellos, después de besarle las manos, avanzan con él sosteniéndole.

6.  Eleva con el “ofertorio” el cáliz por las asas.

7.  El velo del cáliz.

8.  Pequeño lienzo para el Santísimo.

9. Va el acólito con el lienzo humeral ligado al cuello, sosteniendo la patena ante su pecho.

10.  Todos los hombres cuando desean comulgar lávense las manos, y todas las mujeres presenten limpios los lienzos en que reciban el cuerpo de Cristo.


Capítulo 10: Los gestos de reverencia (Parte 3ª) (13/11/2010)

Hemos asistido recientemente a la ceremonia de Dedicación de la Basílica de la Sagrada Familia. El cuarto elemento litúrgico de santificación del templo es la luz (los tres anteriores son: el agua, el santo óleo y el incienso). Pudimos ver cómo para coronar la ceremonia de consagración, se encendían las velas del altar y a continuación las originales lámparas eléctricas diseñadas por Gaudí, que forman parte de la estructura del templo. La luz es un elemento litúrgico de primerísimo orden, que además de su utilidad práctica tiene el más alto simbolismo religioso.  

Las luces

Las luces, aparte del fin primitivo de alumbrar las tinieblas, llevan consigo un significado de gozo y un sentido de fiesta. En Tróade, con ocasión de la sinaxis nocturna presidida por San Pablo, erant lampadae copiosae in coenaculo (1) . Después de la victoria de la Iglesia sobre el paganismo, cuando ésta pudo desplegar en paz la pompa de sus ritos, la liturgia no encontró cuadro más augusto que la multiforme y deslumbrante iluminación de las basílicas. Es verosímil suponer, por tanto, que si las luces fueron asociadas en particular a cosas y a personas, se tuvo con esto la idea de rodearlas de honor y de tributarles homenaje. En efecto, en la antiquísima costumbre romana se honraban así las estatuas de los dioses y de los emperadores, delante de los cuales los cirios encendidos significaban el obsequio de los devotos y de los súbditos. Así también se distinguían ciertos altos funcionarios del Estado, los cuales tenían el privilegio de hacerse preceder por portadores de antorchas o cirios, llevando también un pequeño brasero para encender las luces si se apagaban. Si en un primer tiempo estas costumbres de la vida pagana podían hacer a la Iglesia más bien retraída para imitarlas -y tenemos prueba de ello en el lenguaje de ciertos Padres-, posteriormente, con la progresiva cristianización de la sociedad civil, éstas no corrían ya el peligro de provocar malentendidos. Vemos así que en el siglo V, en Oriente, el canto del evangelio tiene lugar entre luces, y poco más tarde, en Occidente, las luces entran a formar parte del cuadro litúrgico de la misa. La primera mención está contenida en el I Ordo, de los siglos VII-VIII, pero rico de elementos mucho más antiguos. En el cortejo con el cual se abre el solemne pontifical de las estaciones, el pontífice está precedido por un incensario humeante y por septem acolythi illius regionis cuius dies fuerit, portantes septem cereostata accensa (2). Estos siete cirios, representantes de las siete regiones eclesiásticas de la Urbe, forman parte de su cortejo de honor; dos de ellos, poco después, serán llevados en homenaje al libro de los Evangelios, cuando vaya a ser leído por el diácono. Las luces del cortejo papal, reducidas más tarde a dos, están todavía en uso en la liturgia de la misa y de las vísperas, llevadas por los acólitos como escolta de honor del celebrante, figura de Cristo; en las procesiones están a los lados de la cruz con el mismo significado.

Sobre este particular ha de recordarse cómo en la Iglesia antigua el honor de las luces a la cruz procesional estaba confiado a algunos cirios fijados sobre los brazos o sobre la parte superior de la cruz misma. El uso es ya atestiguado en Francia por Gregorio de Tours, accensisque super crucem cereis (3); pero debía ser común también en Italia, tanto en Milán, donde se mantuvo hasta el siglo XVII y ha dejado todavía rastros, como en Roma, donde según el “Ordo de San Amando” en las procesiones los “stauróforos” (cruciferarios) llevaban siete cruces estacionales habentes in unaquaque III accensos cereos (4). Posteriormente, con mejor sentido estético y práctico, se prefirió llevar las velas sobre apósitos candelabros gestatorios, encendidos a los lados de la cruz, como prescribe la rúbrica.

Una práctica muy difundida entre los pueblos antiguos era la de llevar cirios en los cortejos fúnebres y encender luces delante de los sepulcros. Se atribuía a ellos la virtud mágica de alejar a los demonios, que se imaginaba fácilmente que habitasen en lugares oscuros de muerte y corrupción. También los cristianos, por impulso de inveteradas costumbres, lo hacían así, obligando al concilio de Elvira (303) a una expresa prohibición: Céreos per diem placuit in coemeterio non incendi; inquietandi enim sanctorum spiritus non sunt (5). Pero probablemente la prohibición tuvo poco éxito, porque por los escritores del tiempo vemos que los honores fúnebres a laicos distinguidos y a obispos, continuaron haciéndose con hachas y luces; pero el gesto fue substancialmente cristianizado. En efecto, en los siglos IV y V, cuando el culto de les mártires adquirió un desarrollo extraordinario, el encender luces delante de su tumba -y la práctica se había hecho general en la Iglesia- no fue ya unido a la superstición pagana, sino considerado solamente como acto de honor tributado a sus reliquias. El mismo Vigilancio lo reconocía, aun reprendiéndolo: Magnum honorem praebent huiusmodi homines (los fieles) beatissimis martyribus, quos putant de vilissimis cereolis illustrandos (6).

Por tanto, el uso de encender luces delante del sepulcro de los mártires, a los piadosos iconos de la Virgen y de los santos y en los últimos honores tributados a los difuntos, fue admitido en la liturgia y mantenido siempre como muy valorado por los fieles. En los cementerios cristianos de Roma, Nápoles, Aquileya y África, en los siglos V y VI, es frecuente la representación simbólica del difunto puesto entre dos candeleros encendidos. La Iglesia, como afirmaba San Jerónimo, en las luces ardiendo junto a la tumba de sus hijos difuntos, no vio solamente un testimonio de honor a su cadáver santificado por la gracia, sino también un expresivo símbolo de la beatífica inmortalidad de sus almas: Ad significandum lumine fidei illustratos sanctos decessisse, et modo in superna patria lumine gloriae splendescere (7).

Para glorificar a Cristo, "luz indefectible del mundo," la Iglesia ha elegido la luz o el cirio ( lumen Christi, la luz de Cristo ), haciendo un símbolo vivo y ofreciéndolo a Dios con un rito de incomparable solemnidad: la consagración del Cirio pascual. Está esbozada en el primitivo oficio lucernario, es decir, del oficio de la tarde, el cual, tomando el nombre de la antorcha que se encendía por los hebreos al final de la solemnidad sabática, se celebraba por los cristianos al principio de la vigilia dominical eucarística. Aquella luz, encendida para iluminar las tinieblas de aquella vigilia conmemorativa de la resurrección de Jesús, y en espera de su final parusía, sugirió en seguida la idea de que aquella lámpara resplandeciente simbolizase el "esplendor del Padre" e inspiró el concepto delicadísimo de presentar a Dios mismo la ofrenda de la luz que se consumía en su honor. Posteriormente, a la luz, aunque mucho más tarde, se unió también la oferta del incienso por gracia de un acercamiento sugerido por el salmo 140: “ Domine, clamavi ad Te, exaudi me” (8), destinado precisamente por los cristianos para el oficio de la tarde, y donde el sacrificio vespertino del Gólgota fue parangonado a los vapores del incienso que suben hasta el trono de Dios. El rito lucernario tenía su apogeo en la noche de Pascua con la oferta del cirio que el diácono encendía solemnemente delante de toda la iglesia, cantando la vetusta fórmula del Praeconium (Pregón) celebrativa de los grandes misterios de aquella noche memorable.

Los cirios tienen aún un amplio uso en el Ritual de los Sacramentos y sacramentales. Acompañan al Clero y a los fieles en las procesiones del 2 de febrero y del Corpus; se entrega al neófito después del bautismo; lo llevan en su profesión solemne las religiosas; iluminan las doce cruces ungidas con crisma en la Dedicación de un templo, símbolo de la luz apostólica que iluminó al mundo.

Una prescripción antigua del Misal hacía referencia a un cirio que debía encenderse en el altar (lado epístola) a la elevación. Pronto encontró la simpatía popular pues facilitaba la visión de la Hostia. Se introdujo poco después el uso de que un clérigo encendiese un cirio poco antes de la consagración y lo mantuviese en alto a la hora de la elevación para poder contemplar la Sagrada Forma. La palmatoria que el monaguillo enciende antes de la consagración, de uso en España y otros lugares, así como los seis ceruferarios con otras tantas antorchas en las Misas solemnes, son restos de aquellas costumbres.

El simbolismo antiguo y medieval ha encontrado eco en el lampadario que arde ante el sagrario para señalar la presencia del Reservado eucarístico.

El otro factor de la iluminación eclesiástica es el aceite, alimento de la lámpara, la luz más sencilla y económica, que en todos los siglos pasados hasta nuestra época entraba indispensablemente en el ajuar litúrgico de todas las iglesias. La cera, aunque muy difundida, fue siempre un producto costoso. Los Cánones de Hipólito, en efecto, hablan sólo del aceite para ofrecerse, no de la cera, y el antiguo oficio de la tarde tuvo el nombre de ad incensum lucernae (9) .

A las lámparas manuales, de las cuales han llegado hasta nosotros muchísimas de forma y materias varias, adornadas con símbolos cristianos, la Iglesia, en el culto litúrgico, prefirió desde el siglo IV la forma más noble y decorativa de la lámpara, pendiente con cadenas, sola o agrupada con otras en forma de cerco (corona pharalis, gabata ). Las páginas del Líber pontificalis son ricas en noticias en torno a los más variados y preciosos objetos de iluminación con aceite dados por la piedad de los pontífices a las iglesias de Roma, y además, de grandes olivares que debían servir para su aprovisionamiento. De todo esto, poco o nada ha quedado. Las cien lámparas de bronce que arden hoy delante de la confesión de San Pedro no son más que un modesto residuo de la desbordante iluminación de un tiempo.

El Ceremonial de los Obispos otrora contenía notables disposiciones respecto al número y a la disposición de las lámparas en la iglesia en relación con el altar del Santísimo Sacramento y con los otros altares. Estas reflejan bastante la generosa largueza con la cual en el pasado se disciplinaba de manera estable y ordenada la iluminación litúrgica. ¡Ojalá fuesen observadas todavía hoy!

NOTAS:

  1. Había lámparas abundantes en el cenáculo.
  2. Siete acólitos de la región en que correspondiese la estación, llevando siete cirios encendidos.
  3. Encendidos los cirios sobre la cruz.
  4. Teniendo en cada una de ellas tres cirios encendidos.
  5. Pareció bien que no se encendieran cirios en el cementerio durante el día: los espíritus de los santos no han de ser inquietados.
  6. Gran honor ofrecen este género de hombres a los bienaventuradísimos mártires, a los que creen que han de iluminar con vulgarísimos cirios. (Lo del “gran honor” es irónico).
  7. Para significar que los santos murieron alumbrados por la luz de la fe, y ahora resplandecen en la patria celestial con la luz de la gloria.
  8. Señor, a ti clamé, óyeme.
  9. Para el encendido del candil.

Capítulo 9º: Los gestos de reverencia (parte 2ª) (5/11/2010)

La incensación.

Ab illo benedicaris, in cuius honore cremáberis

Seas bendecido por Aquel en cuyo honor serás quemado.

(Fórmula de la bendición del incienso)

Nuestros antepasados tenían un concepto sumamente simple de Dios. Lo consideraban espíritu por analogía al aire que se respira (para ellos inmaterial). Por eso creyeron que de los sacrificios (que formaban parte de la economía alimentaria), le correspondía al hombre lo que se come, y a Dios lo que se aspira: “olor de suavidad para Dios”. Y por eso también, entendieron nuestros antepasados que una manera gratísima de culto a Dios era ofrecerle el perfume que se desprende de quemar maderas y resinas aromáticas. Entre éstas, cobró merecida fama la resina de los cedros del Líbano, hasta el punto de que en griego al incienso lo llaman sin más “ líbanon ”, con una veintena de derivados.

Nuestro nombre del incienso se refiere al hecho de que se quema la sustancia aromática (en latín, incensus –a –um , participio perfecto pasivo de incendere =encender, y de ahí incendio). El hecho de ofrecérselo a alguien, implica reconocerle la espiritualidad, pues es un don para ser aspirado. Entendieron, en efecto, los antiguos, que a Dios se le rendía culto ofreciéndole el perfume (los diversos perfumes vinculados a los sacrificios). A ese criterio obedece la prescripción litúrgica que coloca al turiferario abriendo el cortejo sagrado de las procesiones. Con la progresiva espiritualización de la humanidad, se extendió primero, y luego se trasladó el concepto de perfume a las buenas obras: ése es en la Biblia, el perfume más agradable a Dios. La Iglesia, con el salmista, ve en el incienso un símbolo de la plegaria Dirigatur, Domine, oratio mea sicut incensum in conspectu tuo : diríjase, Señor, mi oración como incienso en tu presencia. Lo explicita el Apocalipsis en la imagen de los veinticuatro ancianos que tienen en sus manos los incensarios de oro llenos de perfumes, que son las oraciones de los santos: phialas áureas plenas odoramentorum, quae sunt orationes sanctorum.

El empleo antiquísimo del incienso en el culto no se constata pues sólo entre los hebreos , sino también en todas las liturgias paganas, las cuales, especialmente en Roma, lo usaban largamente. Es quizá por esto por lo que la Iglesia antigua, a pesar de que no le era desconocida la profecía de Malaquías, se abstuvo por tanto tiempo de adoptarlo en el servicio litúrgico. Tertuliano lo declara formalmente: el cristiano ofrece a Dios optimam et maiorem hostiam quam ipse mandavit, orationem de carne púdica, de anima innocente, de Spiritu Sancto profectam; non grana thuris unius assi arabicae arboris lacrymas (1). Y San Agustín, que refleja también el uso de Roma en el siglo IV, escribe: Securi sumus; non imus in Arabiam thus quaerere, non sarcinas avari negotiatoris excutimus. Sacrificium laudis quaerit a nobis Deus (2).

Con todo esto, los fieles lo usaban, pero en casa y en las reuniones festivas, para aromatizar el ambiente. Para este fin se sirvió a veces de él la Iglesia, como sabemos por el Liber pontificalis, el cual refiere de gruesos y preciosos incensarios donados por Constantino a la basílica lateranense y por otros en época muy posterior, no con fin litúrgico propiamente dicho, sino para llenar con su perfume las naves de la basílica. Este fue el origen del famoso botafumeiro compostelano, “despejar” el ambiente fuertemente cargado del sudoroso aroma de los peregrinos.

En Roma, el incensario hace su primera aparición durante los siglos VII-VIII, como gesto de honor tributado al papa y al libro de los Evangelios. El primer Ordo romano refiere que cuando el papa se dirige del secretarium al altar para la misa, un subdiácono cum thymiamaterio áureo praecedit ante ipsum, mittens incensum (3) (n.46). Que el incensario humeante tuviese el significado preciso de honrar al pontífice, resulta de cuanto el mismo Ordo nos dice en relación con la salida del clero de la iglesia estacional para ir al encuentro del papa, que llegaba para la celebración de la misa:... similiter et presbyter tituli vel ecclesiae ubi statio fuerit (va al encuentro) cum subdito sibi presbítero et mansionario thymiamaterium deferentibus in obsequium illius (4) (n.26). Lo mismo sucede en el regreso a la sacristía al final de la misa: Tunc septem céreostata praecedunt Pontificem, et subdiaconus regionarius cum thuribulo ad secretarium (5) (n.125). Un rito semejante se desarrolla para el canto del evangelio: el diácono va al ambón precedido por dos ceruferarios y por dos subdiáconos, de los cuales uno lleva el incensario y el otro le pone el incienso (n.II). La rúbrica del Gelasiano en la ceremonia del Aperitio aurium (6) describe el cortejo de los cuatro diáconos que llevan los cuatro Evangelios, praecedentibus duobus candelabris cum thuribulis (7).

Fue en el siglo IX, bajo la influencia de la liturgia galicana, dependiente a su vez de las liturgias orientales, cuando la Iglesia Romana introdujo en la misa la incensación: en primer lugar, la del altar; después, la del clero y la de las oblatas; hasta que en la primera mitad del siglo XIV, por lo que respecta al incienso en la misa, el Ritual se encuentra ya substancialmente conforme con lo prescrito por las rúbricas en vigor. Se nota sobre el particular cómo en un principio la incensación de las personas sagradas y de los fieles se cumplía arrimando a ellos el incensario de manera que pudiesen aspirar el perfume como un sacramental, Thuribula per altaría portantur — dice el V Ordo et postea ad nares homínum feruntur et per manum fumus ad os trahitur (8).

Siempre en relación con el honor del incienso dado al Evangelio, encontramos en seguida en las fiestas el uso de incensar el altar durante el canto de los dos cánticos evangélicos del oficio, el Benedictus en laudes y el Magníficat en vísperas. Alude por primera vez a una carta del 744 escrita desde Roma a San Bonifacio en Alemania; en el siglo XI era practicada universalmente.

También en la liturgia funeraria el uso del incienso fue considerado en la Iglesia antigua como una señal de honor y de respeto hacia el difunto. En este sentido se expresa el llamado testamento de San Efrén (+ 373), uno de los primeros testimonios de este género en Oriente. El cadáver de San Pedro de Alejandría (+ 311) fue llevado a la sepultura flammantibus cereis, fragrantibusque thimiatibus (9), y el de San Honorato de Arles (+ 429), praelata sunt ante feretrum ipsius arómata et incensum (10). A los difuntos muertos en la paz de Cristo era natural que fuesen asimilados los mártires, a las reliquias de los cuales fue también tributado el honor de los inciensos. San Gregorio de Tours narra que la traslación de las reliquias de San Lupiscino, en el 488, se hizo cum crucibus cereisque atque odor e fragrantis thimiamatis (11). Estos honores a los despojos del mártir han pasado al ritual de la Dedicación de las iglesias según el uso de Roma ( Ordo de San Amando, siglos VIII-IX), según el cual el traslado de las reliquias, para colocarlas en la nueva iglesia, tiene lugar triunfalmente entre los cirios encendidos y los thuribula cum thymiama (12), que humean en honor del mártir. Este homenaje del incienso a las reliquias ha quedado todavía en la incensación del altar, prescrita en la misa y en el oficio de vísperas y ejecutada extendiendo el perfume sobre la mesa, a los lados y delante, con el fin evidente de honrar a los mártires, cuyos huesos están guardados en el sepulcro debajo del altar. En la baja Edad Media, olvidadas las finalidades primitivas del incienso, fue dado a este gesto litúrgico un carácter preferentemente lustral, y por eso en la incensación del altar y de los cadáveres se vio un medio ut omnis nequitia daemonis propellatur; fumus enim incensi valere creditur ad daemones effugandos (13). Pero en la mente de la Iglesia la acción purificadora del incienso no emana de su valor intrínseco, sino de la bendición que se le da y que lo vuelve un factor de santificación. Por este motivo son incensados en la liturgia muchos elementos (cenizas, ramos, candelas, etc.) que constituyen los más importantes sacramentales de la vida cristiana.

El incienso, como veíamos, no recibía en un principio bendición alguna; quien llevaba el acerra (naveta) con el aroma, ponía sin más una parte en el turíbulo, llevado por un subdiácono o por un acólito. Y en el ceremonial del X Ordo romano (siglo x) fue reservado al obispo el poner el incienso, pero sin decir nada. La fórmula actual de bendición, per intercessionem beati Michaëlis... (14) aparece después del siglo XI, notando que los libros de este tiempo ponen Gabrielis en relación con la visión de Zacarías, mientras los misales posteriores lo sustituyen por Michaëlis, interpretando a su favor la célebre visión del Apocalipsis 8,3.

Los primeros incensarios ( thymiamaterium, incensarium ) tuvieron forma variada, como puede deducirse de lo que decíamos antes. Algunos eran fijos, apoyados sobre el pavimiento mediante un pie; otros se colgaban establemente del ciborio o en otro lugar; otros eran movibles, llevados en la mano mediante un mango, o bien, más comúnmente, tomados con cadenillas, según el uso actual. Del primer tipo tenemos una muestra en el Líber pontificalis, que entre los dones hechos por Constantino a la basílica lateranense enumera: Thymiamateria dúo ex auro purissimo, pensantes libras triginta; y otro: Thymiamaterium ex auro purissimo cum gemmis prasinis et hyacintis XLII pensans libras decem (15). Más aún, para el consumo del incienso está prevista una asignación anual de 150 libras de este aroma. De este tipo nos ha llegado un interesante ejemplar del siglo IV o del V, conservado en Mannheim. De la segunda forma, el mismo Líber pontificalis menciona un thymiamaterium aureum maiorem cum columnis et cooperculo (16), que el papa Sergio (+ 701) hizo colgar ante imágenes tres áureas B. Petrí Apostoli (17). De incensarios móviles encontramos la representación en los mosaicos de San Vital, en Ravenna y en el célebre marfil de Tréveris. Puede ser un ejemplar contemporáneo el incensario encontrado en Crikvenica (Dalmacia), entre las ruinas de una basílica cristiana. Lleva tres cadenillas y una pequeña palomita sobre la parte superior de la cubierta. En la copa había todavía residuos de carbón.

NOTAS:

  1. La mejor y mayor hostia (sacrificio) que él mismo nos encomendó es la oración absteniéndonos de las impurezas de la carne, con el alma inocente asistida por el Espíritu Santo; no los granos de incienso de un as (una libra, probablemente reducida ya a onza), lágrimas del árbol arábigo.
  2. Estamos seguros; no vamos a Arabia a buscar incienso, no sacudimos las alforjas del avaro negociador. Dios pide de nosotros el sacrificio de alabanza.
  3. Con el incensario de oro se avanza y se coloca ante él, poniendo incienso. El nombre “thumiamaterio” está formado a partir de thymiama , nombre griego del incienso.
  4. Del mismo modo el presbítero del título o de la iglesia en que se celebrase la estación, va a su encuentro con el presbítero de menor grado y con el mansionario (clérigo que vive en el recinto de la iglesia y sus dependencias), que llevan el incensario en su honor.
  5. Entonces siete portadores de cirios preceden al Pontífice, y el subdiácono regionario con el incensario hacia la sacristía.
  6. Apertura de los oídos.
  7. Precediendo dos candelabros con turíbulos (incensarios: del latín thus =incienso).
  8. Los incensarios se llevan por los altares y después se ponen ante las narices de los hombres y mediante las manos se lleva el humo hacia la cara.
  9. Con cirios encendidos e incienso fragante.
  10. Son llevados hacia su féretro aromas e inciensos.
  11. Con cruces y cirios y con el perfume del fragante incensario.
  12. Turíbulos con incienso.
  13. Para que toda maldad del demonio sea expulsada; el humo del incienso, en efecto, se cree que vale para ahuyentar a los demonios.
  14. Por la intercesión del bienaventurado Miguel.
  15. Dos incensarios de oro purísimo que pesan treinta libras; y otro incensario de oro purísimo con 42 piedras preciosas, esmeraldas y amatistas, que pesa diez libras.
  16. Incensario de oro mayor, con columnas y cubierta.
  17. Ante las tres imágenes de oro del bienaventurado Pedro Apóstol.

Capítulo 8º: Los gestos de reverencia (parte 1ª) (30/10/2010)

Con los gestos de reverencia, nosotros expresamos el obsequio interior que debemos a Dios en el Sacramento eucarístico o en sus elementos rituales, o a las personas que lo representan en el culto litúrgico. Se reducen a tres:

a ) La inclinación y la genuflexión.

b ) La incensación.

c ) Las luces.

La inclinación y la genuflexión .

La cabeza y las espaldas, que en la inclinación se doblan delante de alguno, indican instintivamente un sentido de respeto y de veneración hacia él; si se trata de Dios, expresa un sentido de adoración. La liturgia las ha usado y las usa todavía profusamente. El I Ordo romano observa que, dicho el Sanctus, todos, “ episcopi, diaconi, subdiaconi et presbyteri in presbyterio permanent inclinati” (1) y permanecen así hasta la conclusión del canon. Este inclinarse estando de pie o también prosternarse, como se hacía por algunos, no era una veneración de la Eucaristía en nuestro concepto actual, sino más bien un compenetrarse de mística reverencia por la bajada del Espíritu Santo y de los ángeles, mientras con humildad se recogía el celebrante ante el solemne misterio que se cumplía sobre el altar. Hasta el siglo XVI , el gesto de la genuflexión, hoy tan difundido, era desconocido para la liturgia; en su lugar se hacía una inclinación más o menos profunda .

La rúbrica del Ordinario de Essen del siglo XIII, prescribiendo a los canónigos el modo de comportarse con respecto al Sagrario empotrado que custodiaba el Santísimo Sacramento, dice: “ Et cum in eundo ad chorum, quam inde revertendo, Sacrarium Corporis Christi transeunt, singulariter caput inclinent in reverentiam Sacramenti” (2). El XIV Ordo Romano de la primera mitad del siglo XIV, no prescribe otra cosa al celebrante después de la consagración: Quibus (verbis consacrationis) dictis, ipse primo adoret, inclinato capite, sacrum divinum corpus, deinde reverende et attente ipsum elevet in altum (3). De igual modo se expresan misales y libros del siglo XV.

Cartujos inclinados al Asperges

Rito siro-antioqueno

La genuflexión simple, es decir con una sola rodilla con intención de adoración, fue introducida por primera vez en el Ordo Missae por el ceremoniero romano Giovanni Burchard hacia 1502 e incorporado setenta años más tarde por el Misal Romano de Pío V; aunque como práctica privada de adoración, estuviese ya en uso en el siglo XI.

Ésta derivó muy probablemente de la inclinación tradicional en la forma que aún mantienen los cartujos y que fue transformándose poco a poco. La liturgia griega no conoce la genuflexión.

La liturgia siro-antioquena, descrita por Narsai de Nísibe a finales del siglo V, prohíbe terminantemente que nadie doble la rodilla durante los Santos Misterios, porque la genuflexión para ellos es “símbolo del silencio y de la muerte del Salvador y su sepelio en el sepulcro”. También en Occidente, durante la Edad Media, era un gesto desaprobado, porque como se decía, recordaba demasiado la parodia hecha por los judíos contra Cristo. Por eso no se decía nunca genuflectere sino genua flectere (4) . Parece ser que fueron los cruzados y por extensión todos los caballeros de armas (que a causa de la aparatosa armadura que endosaban tenían dificultad para realizar la inclinación profunda), los que comenzaron a realizar ese gesto de reverencia también como transposición del que se realizaba ante los señores feudales en los homenajes de vasallaje.

Actualmente la genuflexión simple es muy común, dentro y fuera de la liturgia y quiere ser una muestra de fe y un reconocimiento de la presencia real del Señor; y por tanto, un acto de adoración hacia la Santísima Eucaristía si se encuentra custodiada en el Tabernáculo, a la Santa Cruz en la adoración del Viernes Santo, o simplemente hacia el Crucifijo del altar o al Altar, que representa al mismo Cristo. Hay otros momentos en que tiene expresividad este gesto, como por ejemplo al “ Et incarnatus est ” (5) del Credo o en el relato de la muerte del Señor, en la lectura de la Pasión en Semana Santa. También es un gesto de reverencia hacia un sacramental o hacia una persona que representa a Jesucristo, cuando está dirigida al Santo Crisma el Jueves Santo o al Obispo diocesano.

Lo mismo cabe decir de las inclinaciones hechas al celebrante, y en un sentido amplio, a los otros ministros secundarios o a los fieles, en el transcurso de la celebración litúrgica. Es costumbre entre los católicos (y el protocolo pontificio antaño lo prescribía) hacer genuflexión ante el Papa (incluso tres en las audiencias); pero con la rodilla izquierda, para diferenciar el tributo de honor que se rinde al Pontífice, del culto de adoración que sólo se puede rendir a Dios. Sin embargo, los caballeros españoles tenían el privilegio de hacerlo con la derecha.

Una expresiva inclinación con los brazos cruzados sobre el pecho era muy usada en la Edad Media a la oración Supplices te rogamus (6) del Canon, que se ha conservado únicamente en la liturgia particular de los cartujos.

La genuflexión doble –con las dos rodillas e inclinación de cabeza– prescrita por el Ritual Romano tradicional, ha dejado de ser obligatoria al entrar al templo donde se halle expuesto de manera solemne el Santísimo, pero es loable mantener ese signo.

No hay que confundir el gesto de genuflexión (sea simple o doble) con la prescripción de permanecer arrodillados en algunos momentos de las celebraciones litúrgicas, que es tema aparte.

NOTAS

  1. Los obispos, los diáconos y los presbíteros en el presbiterio permanecen inclinados.
  2. Y tanto yendo al coro como volviendo de él, pasan por delante del Sagrario del Cuerpo de Cristo, cada uno incline la cabeza en reverencia del Sacramento.
  3. Dichas estas palabras (las de la consagración), él mismo él mismo en primer lugar adore con la cabeza inclinada el sagrado divino cuerpo, después, con reverencia y atentamente lo eleve en alto.
  4. No se decía “hacer la genuflexión” sino “doblar las rodillas”.
  5. Y se encarnó.
  6. Suplicantes te rogamos.

Capítulo 7 º: El Gesto del Saludo y de la Fraternidad: El Beso Litúrgico (23/10/2010)

San Pablo es el primero que habla de este gesto, hasta entonces extraño al culto, como gesto de saludo y de espiritual fraternidad : Salutate fratres omnes in ósculo sancto (1) No podemos precisar si el Apóstol se refería con estas palabras a un rito litúrgico; pero esto es sumamente probable, porque San Justino, a mitad del siglo II, lo recuerda expresamente como tal.

Nada impide creer que en esta época el beso se diese sobre los labios, como era costumbre en la vida civil, y sin distinción de sexo; tal promiscuidad estaba en vigor todavía en África en tiempo de Tertuliano, el cual no disimula la dificultad para un marido pagano de permitir a la mujer cristiana alicui fratrum ad osculum convenire (2). Pero es fácil comprender que cuando la simplicidad y la pureza de las costumbres primitivas comenzaron a disminuir, un gesto tal podía dar lugar a abusos, los cuales se trató de remediar con varios medios. El principal fue el de limitar el beso a cada uno de los sexos, hombres con hombres, mujeres con mujeres, como prescribe la Traditio. La carta del Pseudo-Clemente (siglos II-III) no sólo atestigua que los hombres se cambiaban solamente entre ellos el beso, viri viris (3), sino que añade el particular curioso de que las mujeres besaban la mano derecha de los hombres, envuelta por ellos en el pliegue del vestido.

El abrazo y el beso fraterno entre los fieles fue un rito siempre admitido en la sinaxis eucarística por todas las iglesias de Oriente y de Occidente, si bien en momentos diversos. Para eso el diácono invitaba a los presentes con una fórmula concreta, como está en uso en Jerusalén: Complectámini et osculámini vos ínvicem (4), o como esta otra de la Iglesia ambrosiana: Offerte vobis pacem (5) (asumida por el Misal Romano en la reforma litúrgica de 1969). En la liturgia galicana e hispano-mozárabe era enfatizada por una oración, la collectio ad pacem (6).

El beso de paz se mantuvo en el uso litúrgico tanto en Roma como en todo el Occidente, hasta el siglo XIII, y no sólo entre el clero sino también entre los fieles. Inocencio III (+1216) hace notar en torno a este particular: Sacerdos praebet osculum oris ministro…; pacis osculum per universos fideles diffunditur in ecclesia. Fue hacia este periodo que por iniciativa de los franciscanos, el beso entre acólitos fue sustituido por un abrazo, y a los fieles el celebrante empezó a transmitir la paz dando a besar, en un primer tiempo, la patena o un libro litúrgico (el evangeliario normalmente) y posteriormente un instrumento llamado osculatorium (portapaz), o lapis pacis o tabula pacis (8) según que estuviese compuesto de piedra o madera.

Al final de la Edad Media, viniendo a menos la tradicional separación de sexos en la iglesia, la circulación del portapaz entre los fieles, se convirtió frecuentemente en causa de desórdenes y frivolidades. Por ello en algunas iglesias fue suprimido sin más; en otras fue colocado en un lugar fijo, donde pudiera besarlo quien quisiera. Pero ni siquiera fue suficiente todo esto, y al final el beso de la paz quedó prácticamente reservado a los clérigos en la Misa Solemne. Los porta-paces, esculpidos en plata o metal, a menudo con representaciones de la Crucifixión, sirvieron únicamente para llevar la paz a los dignatarios eclesiásticos presentes, o según la costumbre de muchos lugares, a los nuevos esposos en la Misa Nupcial. En España se mantuvo hasta la reforma litúrgica conciliar en la Misa Mayor cantada del domingo en todas las parroquias, y era llevado por uno de los monaguillos hasta los primeros fieles de cada banco de la nave.

El beso de paz que como expresión de fraterna concordia se intercambiaba entre los miembros de la gran familia cristiana, era dado a todo aquel que entraba a formar parte de ella, como señal de aquel vínculo de paz que de ahora en adelante le ligaba a la comunidad. Es éste el significado que asume el beso impreso sobre la frente del neófito por parte de todos los fieles, del que nos habló San Justino, y el intercambiado en otras circunstancias litúrgicas análogas, como en las ordenaciones entre obispos consagrantes y consagrado, entre el neosacerdote y sus condiscípulos, entre el monje y la comunidad, en la reconciliación de los penitentes entre éstos y el obispo, en el matrimonio entre los esposos, según una antiquísima costumbre recordada por Tertuliano (por mucho tiempo desaparecida hasta su reintroducción en la reforma litúrgica posconciliar) y siempre vigente en la Iglesia griega.

El beso litúrgico es un gesto de veneración y respeto entre personas y cosas sagradas. Entre las cosas merecen el primer lugar el altar y el evangeliario, ambos símbolos de Cristo. En el modo extraordinario del rito romano son siete las veces en las que el sacerdote besa el altar, dos únicamente (al principio y al final de la celebración) en el modo ordinario. Así mismo en las misas cantadas y solemnes, el obispo o el sacerdote besan el evangeliario llevado por el diácono tras la lectura de la perícopa evangélica. Son besos dirigidos a Cristo, como indirectamente los que los portantes dan a las crismeras de los óleos en su consagración el Jueves Santo, la del sacerdote a la patena en la Misa, los que se dan a los indumentos litúrgicos y los que los acólitos y ministros dan a los objetos que procuran al sacerdote (vinajeras, cucharilla de naveta e incensario, etc.)

Por lo que respecta al beso entre personas sagradas, especial mención merece el que se da a la mano de los obispos y sacerdotes. Es antiquísimo y Paulino, biógrafo de San Ambrosio, cuenta que éste, cuando era niño, se hacía besar la mano por sus hermanas, fingiendo ser obispo. Se besaba la mano del sacerdote en el acto de dar la comunión; Geroncio lo atestigua al final del siglo V para Melania, la cual al final de su vida, habiendo recibido del obispo Juvenal el Santo Viático, le besó la mano y exhaló su espíritu. También después del 1000, en el norte de Francia se mantenía todavía el uso de besar la mano al sacerdote mientras daba la comunión.

El Pontifical de la Curia del siglo XIII prescribe que el abad recién bendecido, bese al obispo en la boca después de haber recibido de él la comunión.

A los obispos de la Iglesia antigua se les besaba también los pies en señal de mayor veneración, como refiere San Jerónimo, y tal práctica quedó en vigor durante mucho tiempo en la Iglesia. Sin embargo desde el siglo XI aparece como un privilegio reservado al Romano Pontífice. Cuatro son las circunstancias en que se besaban los pies al Pontífice: inmediatamente después de su elevación y coronación, en la recepción solemne después de una triple genuflexión, así como en la coronación de los reyes; también en la celebración de la Misa Solemne, de parte del diácono, antes de cantar el Evangelio, y en la consagración de los obispos hecha por él.

NOTAS

  1. Saludad a todos los hermanos con el ósculo santo.
  2. Acercarse a alguno de los hermanos para saludarle con el beso.
  3. Los hombres a los hombres.
  4. Abrazaos y besaos mutuamente.
  5. Ofreceos la paz.
  6. Oración para la paz.
  7. El sacerdote ofrece el beso de la paz al diácono…; el beso de la paz se difunde por todos los fieles en la iglesia.
  8. Piedra de la paz o tabla de la paz.

Capítulo 6º: Los gestos de la Penitencia (2ª parte) (16/10/2010)

Los golpes de pecho .

Los golpes de pecho, es decir, del corazón, son un gesto que quiere expresar el sentimiento interno, la contritio cordis (1) , por una culpa cometida, cuya raíz está precisamente en el corazón. El publicano y el centurión del Evangelio suponen un uso familiar tanto a los hebreos como a los paganos. Adoptado por la piedad cristiana desde los primeros siglos, el gesto debió ir acompañado de alguna fórmula análoga al actual Confíteor con la cual se hacía una confesión genérica de las propias culpas. Esto se deduce por un curioso detalle hecho notar por San Agustín a sus fieles, los cuales, cuando oían pronunciar por el lector la palabra confessio, se golpeaban el pecho. Ubi hoc verbum ( confessio ) lectoris ore sonuerit, continuo strepitus pius pectora tundentium sequitur (2) . Ahora él hace observar a ellos cómo el término confessio (confiteri), no quiere siempre decir acusación de los pecados," sino a veces también "alabanza, glorificación de Dios," como en aquellas palabras: Confíteor tibi, Pater (3) , o en el salmo 117: Confitemini Domino (4).

Las rúbricas actuales prescriben el golpearse el pecho en la misa tres veces al mea culpa del Confíteor, al miserere nobis del Agnus Dei y al Domine, non sum dignus, y además a las palabras del canon Nobis quoque peccatoribus (5), todas ellas fórmulas que se refieren al pecado y al arrepentimiento. En tiempo de S. Agustín, el sacerdote y el pueblo se golpeaban también el pecho en la petición del Paternoster: Dimitte nobis debita nostra ((6) En Alemania el uso se mantenía todavía en el siglo XIII.  

La inclinación de la cabeza .

La inclinación de la cabeza, y probablemente también de los hombros, era el gesto de humildad con el cual los fieles o, según otros, los penitentes, recibían al final de la misa la bendición del sacerdote, pronunciada por él con la fórmula llamada oratio super populum (7) que en la forma extraordinaria del rito romano ha perdurado en algunas ferias de Cuaresma. En la reforma litúrgica de 1969 se introdujo un tipo de bendiciones solemnes de origen galicano que es iniciada con una invitación a inclinar la cabeza antes de la tres invocaciones bendicionales a las que hay que responder con un “Amén”. La bendición “ Urbi et Orbi ” (8) que el Santo Padre imparte al menos dos veces al año (por Navidad y por Pascua) y que también está revestida de un fuerte carácter penitencial debe ir acompañada al menos de esta profunda inclinación. El acto nos es atestiguado en la Iglesia antigua por todas partes, no excluido el Oriente, y era generalmente solicitado por el diácono con una invitación, que en Alejandría decía: Inclínate capita vestra benedictioni " (9); en Roma, en cambio: Humiliate capita vestra Deo (10). El I Ord. Rom. (n.24) refiere así la rúbrica: Missa finita, dicit diaconus: Humiliate capita vestra Deo. Et inclinant se omnes ad orientem. Et dicit Pontifex orationem super populum (11). San Cesáreo, hablando sobre el particular, se lamentaba del comportamiento de su pueblo: Quoties clamatum fuerit ut vos benedictioni humiliare debeatis non vobís sit laboriosum capita inclinare, quia non vos homini sed Deo humiliatis (12). La inclinación profunda de carácter penitencial queda todavía en vigor en la recitación del Confíteor y en la bendición del sacerdote al final de la misa (nos referimos siempre a la forma extraordinaria del Rito Romano).

Todos aquellos a los que resulta imposible o gravemente incómodo o muy difícil el arrodillarse, son invitados a unirse con esta inclinación profunda de cabeza a la actitud penitencial de la asamblea.

NOTAS

  1. Contrición del corazón
  2. Cuando se escucha de boca del lector la palabra “confesión”, sigue al momento el rumor piadoso de los golpes de pecho.
  3. Te alabo, Padre
  4. Alabad al Señor.
  5. También a nosotros pecadores.
  6. Perdónanos nuestras deudas.
  7. Oración sobre el pueblo
  8. A la ciudad (Roma) y al orbe.
  9. Inclinad vuestras cabezas para la bendición.
  10. Humillad vuestras cabezas ante Dios.
  11. Acabada la misa, dice el diácono: Humillad vuestras cabezas ante Dios. Y se inclinan todos hacia oriente. Y dice el pontífice la oración sobre el pueblo.
  12. Cada vez que se proclame que debéis humillaros para la bendición, no os sea trabajoso inclinar vuestras cabezas, porque no os humilláis ante un hombre, sino ante Dios.

Capítulo 5º: Los gestos de la penitencia (1ª parte) (8/10/2010)

Los gestos a los cuales oficialmente la Liturgia reconoce un carácter de arrepentimiento y de penitencia son principalmente tres:

a ) La genuflexión

b ) Los golpes de pecho.

c ) La inclinación profunda del cuerpo.

La genuflexión

La genuflexión es la actitud natural de aquel que, sintiéndose culpable, demanda perdón y gracia: Inflexio genuum poenitentiae et luctus indicium est (1) . Cristo ha trazado el retrato en el publicano del Evangelio, que de rodillas, con la cabeza inclinada y golpeándose el pecho, implora piedad del Señor. La oración de rodillas fue por esto, desde el siglo II, característica de los días de estación, dedicados a la penitencia y al ayuno. "En ellos — escribe Tertuliano —, toda oración se hace de rodillas, porque debemos expiar nuestros pecados delante de Dios." Al contrario, en las dominicas en el tiempo de Pascua a Pentecostés, conmemorativas de la gloria de la resurrección de Cristo, por una tradición que San Ireneo hace remontar a los apóstoles, estaba absolutamente prohibido arrodillarse y ayunar.

Esta disciplina primitiva, que asociaba la genuflexión con la penitencia, fue siempre observada en la Iglesia y se ha transmitido hasta nosotros en la liturgia de la Cuaresma y en los días de penitencia (témporas, vigilias, rogativas) y de luto (difuntos), durante los cuales gran parte de las oraciones deben ser recitadas de rodillas. Más aún, en los formularios de muchos de estos oficios ha quedado la invitación a arrodillarse, que ya hacía el diácono: Flectamus genua! (2) Actualmente la rúbrica del misal hace añadir en seguida: Levate! (3) ; pero no hay duda de que no sólo antiguamente, sino que todavía en la Edad Media los fieles a aquella advertencia se arrodillaban y rezaban durante algún minuto en silencio. San Cesáreo (+ 542), en efecto, deploraba ya en su tiempo que algunos, a pesar de la invitación del diácono, quedasen erguidos como columnas. En la Edad Media la oración de rodillas con el fin penitencial, repetida determinado número de veces dentro de cierto tiempo tanto de día como de noche, era una devoción totalmente propia de los celtas, que la habían empujado más allá de los límites de lo verosímil; éstos la hacían remontar a San Patricio (+ 493), al cual, se decía, se la había enseñado un ángel.

El ponerse de rodillas es también la actitud del cristiano cuando en el sacramento de la penitencia confiesa los propios pecados. San Clemente Romano y Hermas aluden ya a esta actitud del pecador en la exomologesis; más aún, Tertuliano deja entender que en África, y quizá también en Roma, la genuflexión fuese acentuada como una postración hasta el suelo. Sozomeno en el siglo V lo confirma por lo que respecta al uso de la iglesia de Roma. "Allá — dice él — los penitentes ocupan un lugar determinado y están en una actitud de tristeza y de compunción. Pero cuando el servicio divino está para terminar, sin que ellos hayan participado en los santos misterios, se postran en tierra gimiendo y llorando. El obispo se asocia a sus lágrimas, se postra a su vez sobre el pavimento, y con él la multitud que llena el templo, y llora y gime. Después de algún tiempo, el obispo se levanta, hace surgir la asamblea, pronuncia una oración sobre los penitentes y los despide."

La genuflexión y la postración en uso en la penitencia pública de la Iglesia antigua pasaron al ritual de la reconciliación de los penitentes el Jueves Santo, y al de la confesión privada, como fue generalmente practicada durante toda la Edad Media. Actualmente, el Ritual Romano tradicional no prescribe más que genuflexión.

Fuera del Sacramento de la Penitencia, la postración, quizá por derivación del ceremonial bizantino, se ha conservado en la liturgia en la apertura de la función del Viernes Santo, resto de aquella que antes era común al principio de la misa; en la adoración de la cruz, en el ritual de las órdenes mayores, en la vigilia de Pascua y de Pentecostés, en la profesión monástica y en la bendición de un abad. Esta, además, se encuentra generalmente unida con la fórmula penitencial de las Letanías de los Santos.

NOTAS :

  1. La inflexión de las rodillas (el arrodillarse) es señal de penitencia y signo de duelo
  2. Doblemos las rodillas.
  3. Levantaos

Nota sobre gestos paralitúrgicos de la penitencia :

La institución de la penitencia dio lugar a un colectivo especial, el de los penitentes, cuyo principal escenario han sido las procesiones de Semana Santa. Desde los costaleros portando los pesadísimos pasos, hasta los encapirotados andando descalzos e incluso arrastrando cadenas y grilletes, tenemos un enorme abanico de gestos de penitencia.


Capítulo 4º: El gesto de la Ofrenda: La Elevación (2/10/2010)

La elevación es esencialmente el gesto simbólico del que ofrece alguna cosa. En la misa son tres las elevaciones propiamente dichas:

1ª: La de la hostia y el cáliz en el ofertorio, con la que el celebrante presenta a Dios las oblatas del sacrificio. No es antigua; fue introducida en el siglo XIII, en relación con las dos oraciones del ofertorio que la acompañan: la “Suscipe Sancte Pater, hanc immaculatam hostiam” y la “Offerimus tibi calicem” (1)

2 a : La que sigue inmediatamente a la consagración del pan y del vino. La primera, como es sabido, fue instituida a principios del siglo XIII en París por el obispo Eudes de Sully (+1208), a causa de la crisis teológica provocada por el monje y teólogo herético francés Berengario de Tours, y se extendió rápidamente por todas las Iglesias occidentales; la otra le siguió poco tiempo después. Las dos elevaciones no tienen evidentemente un carácter simbólico, sino que sirven solamente para mostrar a los fieles las especies consagradas, con el fin de excitar en ellos un acto de fe y de adoración.

3. a La que se encuentra al final del canon. Es la más importante, y antiguamente era la única. El celebrante, que en la más lejana antigüedad cristiana jamás hacía ninguna genuflexión en la misa, tenía levantados la hostia y el cáliz durante toda la conclusión de la solemne doxología, omnis honor et gloria per omnia saecula saeculorum. Amen (2). El gesto está todavía en vigor; pero ha perdido algo de la solemnidad de un tiempo después de que entre las dos frases “… et gloria” y el “per omnia saecula” (3), se insertó la genuflexión del celebrante con una separación de tiempo y de palabras. De todos modos, aquí sobre todo, el gesto de la elevación reviste el carácter de oferta, en armonía con el sentido expresado poco antes de la oración Supplices te rogamos (4), con la cual Cristo se ofrece sobre el altar celeste como víctima al Padre. A este significado alude un texto de la vida de San Euperto, obispo de Orleáns, escrito por el subdiacono Lucifer: Et ecce in hora confractionis panis coelestis, cum de more sacerdotali hostiam, elevatis manibus, tertio Deo benedicendam offerret, super caput eius velut nubes splendida apparuit, et manus de nube extensa, porrectis digitis, oblata benedixit (5).

En la reforma litúrgica de 1969 se quiso recomponer la simbología en cierta manera perdida de esta elevación. Por una parte mandando no separar el “ per omnia saecula saeculorum ” (6) del resto de la doxología precedente y ello explica el cambio del “sottovoce” a voz alta de la rúbrica actual y la intervención del pueblo con su “Amén”, suprimiendo al mismo tiempo la genuflexión que imponía una separación entre ambas. A todo ello se añadió un cambio de todo el gesto apostando por una supresión de las tres cruces sobre los tres labios del cáliz y las dos entre el labio del cáliz y el celebrante, así como la elevación superpuesta de la hostia sobre el cáliz. Se prefirió apostar por un gesto de tradición oriental: elevar las especies, cada una con una mano y sin ostensión de la hostia, que permanece en su patena. En la misa con diácono asistente es éste quien eleva el cáliz (como podemos ver en la foto).

Otras dos elevaciones menores, si así se pueden llamar, lleva a cabo el sacerdote durante la Misa. La primera cuando toma entre sus manos la forma y el cáliz antes de consagrarlos: es un gesto imitativo de aquel hecho por Cristo (“ accepit panem” y “ accepit et hunc praeclarum calicem”) (7) que debió ser más acentuado en la Edad Media que hoy en día. La segunda, que de hecho es más bien una ostensión (muestra) tiene lugar cuando mirando al pueblo antes de distribuir la comunión, se muestra la sagrada partícula alzada sobre el copón diciendo: “ Ecce Agnus Dei ” (8). Se trata de una rúbrica introducida en el siglo XVI.

 

  1. “Recibe, Santo Padre, esta hostia inmaculada” y "Te ofrecemos el cáliz”.
  2. “Todo honor y gloria por todos los siglos de los siglos. Amén”.
  3. “y gloria”, “por todos los siglos…”
  4. “Suplicantes te rogamos”.
  5. Y he aquí que a la hora de la partición del pan celeste, mientras ofrecía la hostia según la costumbre sacerdotal con las manos elevadas para que Dios la bendijera por tercera vez, apareció sobre su cabeza una especie de nube resplandeciente, y una mano que salió de la nube, con los dedos extendidos, bendijo la oblata.
  6. “Por todos los siglos de los siglos”.
  7. "Tomó el pan” y “Tomó también este preclaro cáliz”.
  8. "He aquí el Cordero de Dios”.

Capítulo 3 º: Los gestos de la Plegaria (parte 2 ª) (25/09/2010)

b) La plegaria en dirección al Oriente y con los ojos hacia el cielo .

El gesto era muy común en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes oraban en dirección al templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le dieron un motivo enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al cielo por la parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del oriente había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni, Domine Iesu! (1) oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones Apostólicas se refieren a este primordial significado cuando prescriben que después de la homilía, estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una sola voz oren a Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además, del oriente sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la verdadera luz del mundo, es el Oriente, el Sol de Justicia. En el oriente estaba situado el paraíso terrenal, "y nosotros -escribe San Basilio-, cuando oramos, miramos hacia el oriente, pero pocos sabemos que buscamos la antigua patria."

Debemos tener en cuenta que la orientación en la plegaria (orientarse es buscar el oriente como referencia) era, sobre todo, una costumbre oriental, mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen. Solamente más tarde, hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-galicanas, se sintió el escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la construcción de las iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante durante la oración. El Ordo Romanus lo atestigua para Roma. Terminado el canto del Kyrie, nota la rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens " pax vobis " et regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum ad populum, dicit "pax vobis" et regirans se ad orientem, dicit oremus ." Et sequitur oratio (2) . Todavía algún tiempo después, un sacramentario gregoriano del siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el obispo pronuncie en la solemne oración consecratoria del crisma respiciens ad orientem (3). Después su práctica, si bien no desconocida por la devoción privada medieval, tuvo entre nosotros una escasa aceptación y ningún reconocimiento oficial en la liturgia.

Sin embargo, un gesto que se puede considerar equivalente, común también a los hebreos y gentiles, prevaleció en Roma y en África: el de orar no sólo con los brazos, sino también con los ojos dirigidos al cielo. Ya Tertuliano lo ponía de relieve: Illud ( ad caelum ) suspicientes oramus (4). Y es cierto que el antiquísimo prólogo de la anáfora, cuando amonestaba con el Sursum corda... (5) invitaba a adoptar el gesto que mejor expresaba aquel sentimiento: levantar los ojos al cielo, como leemos en una fórmula del Testamentum Domini ( Proclamatio diaconi ) : Sursum oculos cordium vestrorum, Angeli inspiciunt (6). En esta postura, el emperador Constantino mandó acuñar algunas monedas, de las cuales poseemos todavía algunos ejemplares: vultu in caelum sublato, et manibus expansis instar precantis (7) .

Las actuales rúbricas del misal prescriben varias veces al celebrante que adopte este gesto de filial confianza en Dios, distinguiendo una doble forma del mismo:

a ) Una simple mirada al cielo (indicado por la cruz) al Munda cor meum antes del evangelio; al Suscipe Sancte Pater, del ofertorio; al Súscipe, Sancta Trinitas, antes de la bendición, y al Te igitur, al comienzo del canon; después de aquella mirada, los ojos se repliegan súbitamente sobre el altar ( statím demissis oculis ) (8) .

Massengraving.jpg image by timmatkinb ) Una mirada fija y prolongada mientras se profieren las palabras “ Veni, Sanctificator omnipotens aeterne Deus”, en el ofertorio, al “ et elevatis oculis in coelum” que precede a la consagración y al “ Benedicat vos, omnipotens Deus” (9) , en la bendición final.

c) La oración de rodillas .

Como veremos más adelante, esta plegaria, en la liturgia, es, sobre todo, un gesto de carácter penitencial; sin embargo, en la devoción privada es la actitud que mejor responde a las ordinarias elevaciones de la criatura hacia Dios. San Pablo nos habla de ella en este sentido: Flecto genua mea ad Patrem D. N. lesu Christi (10). Debía ser tal como es todavía la postura normal del cristiano en sus oraciones privadas. Constantino, según Eusebio, in intimis palatií sui penetralibus, quotidie, statis horis, sese includens, remotis arbitris, solus cum solo colloquebatur Deo et in genua provolutus, ea quibus opus haberet, supplici prece postulabat (11). Algunas veces, sin embargo, el ponerse de rodillas es el efecto de una intensa emoción religiosa del alma. Cristo, positis genibus (12) oró en Getsemaní; San Esteban se arrodilló para unirse a Dios en el momento supremo; San Ignacio, de rodillas, oró por las iglesias antes de su martirio: cum genuflexione omnium fratrum (13). Por un motivo parecido es por lo que la rúbrica prescribe arrodillarse durante el solemne momento de la consagración y de la elevación, ante el Santísimo Sacramento expuesto y en el canto de algunas invocaciones enfáticas: Veni, Sáncte Spiritus; O crux, ave; Ave, maris stella (14).

d) La oración con las manos juntas .

Es un gesto muy expresivo y edificante, pero que no encontró precedentes en los antiguos , salvo un texto de la Passio Perpetuae, escrita alrededor del 200. Describiendo una de sus visiones, Perpetua dice haber visto a un anciano con traje de pastor que le daba de cáseo quod mulgebat quasi buccellam ; et ego accepi iunctis manibus, et manducavi et universi círcumstantes dixerunt: Amen (15).

La costumbre de las manos juntas nació en la Edad Media y muy posiblemente deriva de las formas de homenaje del sistema feudal germánico, según el cual el feudatario se presentaba ante su señor con las manos juntas, para recibir de él el signo externo de la investidura feudal. En el siglo XII se había ya popularizado. El cardenal Langton en el Sínodo de Oxford de 1222 recomienda a los fieles de estar “junctis manibus” a la hora de la elevación de la Hostia en la Misa.

El gesto con las manos juntas es el más común en la liturgia, lo mismo para el sacerdote como para los ministros asistentes. Durante la misa es propio de las oraciones que van después de las tres clásicas del núcleo más antiguo (colecta, secreta y postcomunión).

 

  1. “Ven, Señor nuestro. Ven, Señor Jesús”. Es la expresión aramea con su traducción al latín, adaptada a Nuestro Señor Jesucristo.
  2. Dirigiéndose el pontífice hacia el pueblo, diciendo “pax vobis” (la paz sea con vosotros) y girándose de nuevo hacia oriente, hasta que acabe. Después de esto, dirigiéndose de nuevo al pueblo, dice: “pax vobis” y girándose de nuevo a oriente, dice “oremus”. Y sigue la oración.
  3. Mirando hacia oriente.
  4. Esto mirando al cielo rezamos.
  5. Levantemos el corazón.
  6. Testamento del Señor (Proclamación del diácono): Los ángeles contemplan los ojos de vuestros corazones mirando hacia arriba.
  7. Con el rostro elevado al cielo y con las manos extendidas a la manera del que reza.
  8. a) Limpia mi corazón; Recibe, padre Santo; Recibe, Santa trinidad; A ti, pues; bajados luego los ojos.
  9. b) Ven, santificador omnipotente eterno Dios; Y elevados los ojos al cielo; Bendígaos Dios omnipotente.
  10. Doblo mis rodillas hacia el Padre de Nuestro Señor Jesucristo.
  11. En el lugar más recogido de su palacio, cada día, en las horas fijadas, encerrándose sin testigos que le viesen, hablaba él solo, sólo con Dios, y vuelto de rodillas, con ruego suplicante pedía aquellas cosas de las que tenía necesidad.
  12. Puesto de rodillas.
  13. Con la genuflexión de todos los hermanos (arrodillándose todos los hermanos).
  14. Ven, Espíritu Santo; Salve, oh cruz; Salve, estrella del mar.
  15. Texto de la “Pasión de Perpetua”: el pastor le dio como un bocado del requesón que ordeñaba; y yo lo recibí con las manos juntas y comí, y todos los presentes dijeron: Amén.

Capítulo 3 º: Los gestos de la Plegaria (parte 1ª) (18/09/2010)

En todo culto, la actitud del cuerpo en la oración es de lo más noble, porque traduce al exterior los sentimientos más elevados del alma, los que se dirigen a la divinidad; pero en la liturgia cristiana quiere expresar especialmente aquella eminente dignidad sobrenatural a la que ha sido elevado el fiel y aquella universal paternidad que venera él en Dios.

Los gestos de la oración son cuatro:

a ) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

b ) La plegaria hacia el oriente y con los ojos dirigidos al cielo.

c ) La plegaria de rodillas.

d ) La oración con las manos juntas.

a) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados .

La posición rígida era la postura acostumbrada de los pueblos antiguos durante el servicio religioso y en general ante una persona de autoridad. También los hebreos oraban en el templo y en la sinagoga de pie, con la cabeza descubierta, elevando las manos al cielo. Los primeros cristianos, en memoria de Cristo y del Apóstol, usaron en sus costumbres rituales el mismo gesto simbólico, pero imprimiéndole un nuevo significado: el sentimiento del ser humano, que no es ya más esclavo del pecado, sino libre, por ser hijo de Dios, hacia el cual puede elevar confiadamente sus ojos y manos como a su Padre. Una representación viva de tal postura cristiana en la oración es la figura del orante, que nos han dejado con profusión los frescos y sarcófagos antiguos. En ellos, el orante aparece en pie, la cabeza elevada y erguida, los ojos elevados al cielo, las manos extendidas en forma de cruz.

Que los fieles oraban ordinariamente así en los primeros siglos, nos lo atestiguan ampliamente los escritores de aquel tiempo, comenzando por Clemente Romano, Tertuliano y San Cipriano, hasta San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Máximo de Turín (+ 465). El canon 20 del concilio de Nicea lo manda expresamente.

La práctica de orar en pie se mantuvo siempre en la Iglesia; aun hoy día muchas antiguas basílicas están desprovistas de asientos. Pero la liturgia la prescribe en particular los domingos, durante el tiempo pascual, en la lectura del evangelio, de los cánticos y de los himnos. Análoga disciplina se encuentra en las Reglas monásticas más antiguas del Oriente y del Occidente, según las cuales los monjes, durante la salmodia, debían estar en pie: “ Sic stemus ad psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae ”(1) dice San Benito en el cap. 19 de la Regla. La postura se hacía menos gravosa apoyándose en soportes en forma de tau, en forma de brazuelos ( cambutae ) , que muchas veces se unían a los bancos del coro. La disciplina se conservó con alguna resistencia hasta el siglo XI; en esta época comenzó por vez primera a mitigarse, aplicando a los sitiales del coro unos apéndices (llamados "misericordia") sobre los que se apoyaba la persona sin estar propiamente sentada, hasta que entró la costumbre de sentarse sin más. Los asistentes al coro se levantaban, como constata el concilio de Basilea (1431, 49), solamente al Gloria Patri . Esta mayor amplitud se tomó del ceremonial de los obispos; pero la antigua severidad se conserva todavía en diversas familias religiosas masculinas y femeninas.

Venerable rito dominico

La posición erguida en la oración, si era para los fieles una práctica vivamente inculcada, para el sacerdote fue siempre considerada una regla precisa cuando cumplía los actos del culto, es decir, en las funciones de mediador entre Dios y los hombres. Al ejemplo de Moisés, del cual está escrito: “ Stetit Moyses in confractione” (2) . San Juan Crisóstomo observa: “ Sacerdos non sedet sed stat; stare enim signum est actionis liturgicae” (3) . La más antigua representación de la misa en el cementerio de Calixto, del final del siglo II, nos muestra al sacerdote de pie y con las manos dirigidas hacia el tríbadion que lleva las oblatas. Por eso en la misa, en la administración de los sacramentos y en los sacramentales, en el oficio divino, el sacerdote adopta la posición erguida. Sobre este particular, la Iglesia fue siempre rígido guardián de la antigua costumbre; sólo cedió en un punto, como antes decíamos: la salmodia.

El gesto en la plegaria con los brazos abiertos en forma de cruz fue el predilecto de las primeras generaciones cristianas por su místico simbolismo con Cristo crucificado. Tertuliano lo presenta, en efecto, con una postura original cristiana frente a un gesto pagano similar: “ Nos vero non attollimus tantum, sed etiam expandimus ( manus ) et dominica passione modulati, orantes, confitemur Domino Christo” (4) . La vigésimo séptima de las Odas que llevan el nombre de Salomón (siglo II) delinea poéticamente la figura: “Tengo extendidas mis manos y he alabado a mi Señor; porque el extender mis manos es la señal de Él; y mi postura erguida, el madero en pie. ¡Aleluya!”

Así, Santa Tecla (c.190) se presentó, poco antes de morir en la arena, de pie, orando con los brazos abiertos, en espera del asalto de las fieras. San Ambrosio exhortaba a rezar así: “ Debes in oratione tua crucem Domini demonstrare (5) ; y él mismo, según su biógrafo Paulino, extendido sobre el lecho de muerte, oró con los brazos en cruz. San Máximo de Turín (+ d.465) insiste particularmente sobre este gesto en la plegaria. "El hombre — dice él — no tiene más que levantar las manos para hacer de su cuerpo la figura de la cruz; he aquí por qué se nos ha enseñado a extender los brazos cuando oramos, para proclamar con este gesto la pasión del Señor."

Esta expresiva actitud en la oración continuó durante toda la Edad Media, especialmente en los monasterios de Italia e Irlanda, Los monjes usaban de ella como de un estímulo para un fervor mayor. A veces también, prolongada, sirvió como un duro ejercicio de penitencia, que se ejecutaba apoyando el tronco y los brazos en una cruz. Pero es sobre todo en la liturgia donde se mantuvo unida a las oraciones más solemnes y antiguas de la misa: las oraciones y el prefacio con el canon. Es verdad que para ambas la rúbrica actual del misal prescribe una idéntica modesta elevación y expansión de los brazos; pero una secular tradición litúrgica hasta todo el siglo XV imponía al sacerdote que durante el canon, y sobre todo después de la consagración, tuviese los brazos abiertos en forma de cruz. Quizá en Roma la costumbre era menos conocida que en otras partes. La antigua práctica no ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación religiosa y en ciertos países de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho alguna vez en algún monasterio por grupos enteros de peregrinos.

NOTAS

  1. Hemos de estar en pie para cantar los salmos, a fin de que nuestra mente concuerde con nuestra voz.
  2. Se puso de pie Moisés ante la abertura (de la tierra que se tragó a Datán y a la asamblea de Abirán).
  3. El sacerdote no se sienta, sino que está de pie; estar de pie, en efecto, es signo de acción litúrgica.
  4. Nosostros en cambio, no alzamos tan sólo las manos, sino que las extendemos e imitando la Pasión del Señor al orar, confesamos a Cristo Señor.
  5. Debes en tu oración demostrar la cruz de Cristo.

Capítulo 2º: La señal de la cruz (11/09/2010)

También la señal de la cruz, si bien de un modo menos esencial, va estrechamente unida a la colación de todos los sacramentos. Lo notaba ya San Agustín: con la señal de la cruz se consagra el cuerpo de Señor, se santifica la fuente bautismal, se ordenan los sacerdotes y los demás ministros; se consagra, en suma, todo lo que con la invocación del nombre de Cristo debe hacerse santo. Deja esto suponer una tradición litúrgica antiquísima. En efecto, los Hechos gnósticos de San Juan, de Santo Tomás, de San Pedro, en el siglo II, aluden claramente a esto. In tuo nomine — dicen estos últimos, dando a entender que el gesto debía tener también su propia fórmula — mox lotus et signatus est sancto tuo signo . Tertuliano alude a este mismo gesto, echando en cara al mitraísmo sus adulteraciones de la liturgia cristiana. Mithra signat illis in frontibus milites saos . Los cristianos, sin embargo, solían persignarse en la frente contra las tentaciones del demonio, como leemos en la Traditio : Signo frontem tuam signo crucis, ad vincendum Satanam .

Tertuliano atestigua también lo mucho que se extendió la práctica de signarse aún en el campo no estrictamente litúrgico. Al ponernos en camino, al salir o entrar, al vestirnos, al lavarnos, al ir a la mesa, a la cama, al sentarnos, en estas y en todas nuestras acciones, nos signamos la frente con la señal de la cruz. Otro tanto afirma para el Oriente, poco tiempo después, San Cirilo de Jerusalén: Ne nos igitur teneat verecundia, quominus crucifixum confiteamur. In fronte confidenter, idque ad omnia, digitis crux pro signando efficiatur: durn panes edimus et sorbemus pocala; in ingressibus et egressibus; ante somnum, in dormiendo et surgendo, cundo et quiescendo . La costumbre de hacer la señal de la cruz estaba tan arraigada entre los cristianos, que hasta el emperador Juliano, ya apóstata, se signaba maquinalmente en los momentos de peligro.

Los textos antes citados, así como otros de la época patrística, se refieren a la pequeña señal de la cruz, la única entonces en uso, que se trazaba principalmente sobre la frente, in fronte depingitur , según las visiones de San Juan en el Apocalipsis, con el pulgar o el índice de la mano derecha. El gesto lo llamaban los Padres latinos signum, signaculum, tropaeum, y los griegos, sf?a??? s?µß????, y tenía su expresión más augusta en el rito prebautismal.

De origen algo posterior es la costumbre de signar junto con la frente el pecho, a la que alude Prudencio (+ 410): Frontem locumque coráis signet .

Debió introducirse primeramente en Oriente, de donde pasó a las Galías y después al ritual romano del bautismo, en el cual se practica todavía.

La pequeña signatio crucis, de la que hemos hablado hasta aquí, sobre la frente y sobre el pecho, incluida más tarde la de los labios, continúa teniendo, como puede verse, una amplísima aplicación en muchos ritos de la Iglesia latina relativos a la misa, al oficio, a los sacramentos, a los sacramentales; su significado simbólico aparece claro.

En Oriente, después de la herejía monofisita y en conformidad con las tendencias alegóricas del tiempo, se introdujo en el siglo VI la costumbre de hacer la señal de la cruz con dos (pulgar e índice) o tres dedos abiertos (pulgar, índice y medio) y los otros dos cerrados, para simbolizar las dos naturalezas de Cristo, o la Santísima Trinidad, o el trinomio sagrado IXS = Jesús Cristo Salvador). Esta costumbre pasó después al Occidente. Y a mediados del siglo IX, la Admonitio Synodalis manda a los sacerdotes: Calicem et oblationem recta cruce sígnate, id est, non in circulo et variatione digitorum, ut plurimi faciunt, sed strictis duobus digitis et pollice intus recluso, per quos Trinitas innuitur. Hoc signum recte facere studete, non enim alíter quidquam potestis benedicere . Podemos creer que fuera éste el método seguido por los fieles al hacer la señal de la cruz, porque los liturgistas del siglo XII y los monumentos de aquel tiempo nos hablan de ella como de una práctica común. Decayó, sin embargo, muy pronto.

Los griegos, en efecto, a finales del siglo XIII ya echaban en cara a los latinos el bendecir con la mano abierta en vez de hacerlo con tres dedos. El gesto antiguo ha quedado en la Iglesia griega y en el rito de la bendición papal.

El signo grande de la cruz que se traza desde la frente hasta el pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho, según la costumbre moderna, parece que se introdujo primeramente en los monasterios en el siglo X; pero quizá fuera más antiguo. Se hacía con los tres dedos abiertos y los otros cerrados, como dijimos, trazando, sin embargo, del hombro derecho al izquierdo. A los tres dedos del siglo XII se fue poco a poco substituyendo la mano extendida e invirtiéndose el movimiento de la izquierda a la derecha . Esta práctica, como devoción privada, se conocía ya en el siglo V; definitivamente no entró en la liturgia hasta la reforma piana del siglo XVI.

La signatio crucis iba generalmente acompañada de una fórmula. Aquella antiquísima que se hacía sobre la frente del catecúmeno llevaba consigo la invocación trinitaria: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, y se ha convertido actualmente en la oficial. San Agustín, a su vez, habla de un saludo al nombre de Cristo.

Los griegos usan ésta: Sanctus Deus, Sanctus fortis, Sanctus ímmortalis, miserere nobis. Otras fórmulas comunes en la liturgia latina son: Adiutorium nostrum in nomine Domini... Domine labia mea aperies..., Deus in adiutorium meum intende, y esta que se encuentra frecuentemente en los rituales de la Edad Media, todavía conservada en el ritual romano: Ecce crucem Domini, fugite partes adversae: vicit leo de tribu luda, Radix David, amen!

No estará de más aludir al uso, muy antiguo y todavía conservado en la Iglesia , de bendecir no con la mano, sino con una cruz. El mosaico de San Vital en Rávena (s.VI), que representa al arzobispo Maximiano, lo presenta en el acto de tomar con la derecha una cruz de este género (cruces de bendición).

Eran de dimensiones muy pequeñas, como aquella de oro del emperador Justiniano I, conservada en el Museo Vaticano, que no mide más que veintidós centímetros de altura.

La señal de la cruz en la liturgia toma diversos significados, que podemos esquematizar así:

a ) Es el sello ( signum ) de Cristo , que se imprime en el cuerpo del catecúmeno e indica que se ha convertido totalmente en suyo. Se señala, por lo tanto, no sólo en la frente, sino también en el pecho, en las espaldas y en cada uno de los cinco sentidos.

b) Es una profesión de fe en Cristo, de quien no se debe nunca avergonzar. Decía San Agustín: Sí dixerimus catechumeno: Credis in Christum? respondet: Credo, et signat se; iam crucem Christi portat in fronte et non erubescit de cruce Domini sui.

c) Es una afirmación del soberano poder de Cristo contra los malos espíritus: Ecce crucem Domini, fugite, partes adversae. Por esto, la fórmula bautismal dice: Et hoc signum sanctae crucis, quod nos eius fronti damus, tu maledicte diabole, numquam audeas violare. Por el mismo motivo, las señales de la cruz en los exorcismos se multiplican sobre la persona poseída de demonio.

d ) Es una invocación de la gracia de Dios, implorada eficazmente merced a los méritos infinitos de la cruz de Cristo. Por este motivo van acompañados de la señal de la cruz todos los sacramentos y sacramentales. Y ya que la triple infusión del agua bautismal se hace en forma de cruz, en nombre de las tres divinas personas, ha llegado a quedar constituido como práctica litúrgica que siempre que se nombren en una fórmula vayan acompañadas por la señal de la cruz. Esto explica la razón de muchas señales de la cruz en el ritual; por ejemplo, la que se hace en la terminación del Gloria y del Credo (fórmulas trinitarias).

e ) Es una bendición de cosas o de personas mediante la que se les consagra a Dios, de forma análoga a lo que sucede en el bautismo con el cristiano. Por esto, desde la más remota época se unió a todas las fórmulas de bendición la señal de la cruz: Quia crux Christi, omnium fons benedictionum, omnium est causa gratiarum ; hasta puede decirse que cuando un texto litúrgico lleva consigo los vocablos bcnedicere, consecrare, sanctificare, lleva necesariamente la señal de la cruz. Pero no siempre fue así, pues, por ejemplo, en Francia se comenzaba a signarse al Sit et benedictio del Tantum ergo, al Benedicamus Domino, donde benedicere significaba, sin embargo, alabar, glorificar. El obispo se signa todavía sobre el pecho al Sit nomen Domini benedictum, y la rúbrica prescribe una señal de la cruz al Benedictus del Sanctus y al principio del cántico de Zacarías, de donde después ha pasado, por asimilación, a los otros dos cantos, el Magníficat y el Nunc dimittis.  

f ) Es alguna vez una señal demostrativa para designar personas o cosas. Rufino de Aquileya recuerda que en aquella iglesia los fieles hacían la señal de la cruz sobre la frente en estas palabras del símbolo local: Huius carnis resurrectionis . Las tres primeras cruces señaladas en el canon al haec dona, haec munera, haec sancta sacrifícia illibata, y quizá también las otras después de la consagración tienen el mismo carácter. La signatio ha sido también alguna vez un signo convencional; así, en el Ordo romano el subdiácono regional hace una señal de la cruz sobre la frente para indicar a la schola que interrumpa el salmo de la comunión y termine


Capítulo 1º: Los gestos sacramentales (4/09/2010)

A) LA IMPOSICIÓN DE LAS MANOS

Los gestos sacramentales son dos:

A)La imposición de las manos

B) El signo de cruz

A) La imposición de las manos

El gesto más importante, el primero entre todos los gestos litúrgicos, explícitamente elevado a dignidad sacramental, es la imposición de las manos (keirotonìa) que constituye un elemento esencial en la administración de la Confirmación y en el Orden. Los Hechos de los Apóstoles indican expresamente que los apóstoles invocaban al Espíritu Santo sobre los nuevos bautizados (neófitos) y consagraban nuevos ministros del culto “imponiendo las manos” (Act. 8,17- Act. 13,3)

Pero en la liturgia de la Iglesia antigua ese gesto era también utilizado en el ritual de los otros sacramentos, incluida la Eucaristía. Entraba en la preparación de los catecúmenos al bautismo; en la absolución de los pecadores y en la reconciliación de los penitentes: la frase “imponere manum in poenitentiam” era ya antigua en tiempos de San Cipriano (+258); en la celebración de la Eucaristía: “imponens manum in eam (oblationem) cum omni presbiterio ” prescribe la Traditio para el obispo neoconsagrado (que imponga las manos sobre la ofrenda con todo el presbiterio); en la unción de los enfermos: Orígenes traduce el texto de Santiago “orent super eum” (oren sobre él) diciendo “imponant ei manum” (imponiéndole las manos).

Pero también en muchos otros ritos extrasacramentales la imposición de las manos tenía y tiene todavía una amplia aplicación. La encontramos en la consagración de las vírgenes, en la bendición de abades y abadesas, en los exorcismos, en el Canon de la Misa y en muchas bendiciones, tanto que en no pocos textos antiguos el término “bendecir” equivale a “imponer las manos”. Podemos decir que a comienzos del siglo III, cuando los documentos poco a poco van siendo más numerosos, la imposición de las manos se presenta en el ceremonial litúrgico como un rito tan extendido y tradicional, para no poder dudar que este sea realmente primitivo.

El gesto naturalmente era casi igual en todos los ritos anteriormente citados: la mano derecha o ambas manos, extendidas o levantadas sobre o hacia una persona o cosa, o bien, puesta en contacto con ella, aunque el significado simbólico pudiera ser diferente en cada uno.

En uno quería indicar la elección o designación de una persona para un determinado oficio, en otro la transmisión de un poder o de un carisma, en otro la consagración a Dios de una persona o cosa, en aquel otro el deseo de la bendición celestial sobre alguien, o bien el exorcismo y la purificación de un influjo demoníaco, o tal vez la invocación de perdón o de la gracia de Dios o, como en la epíclesis eucarística “Hanc igitur”, la declaración tácita de cargar sobre una victima expiatoria (Cristo) los pecados del mundo.

Sin embargo, a menudo encontramos que la imposición de las manos va acompañada de una fórmula que precisa el sentido, y de un signo de cruz que indica la causa eficiente.

Muchas veces la imposición de las manos está reservada al Obispo, como en la Confirmación, en algunos casos al Obispo y al presbiterio colectivamente como en la concelebración eucarística y en las ordenaciones, o al sacerdote como en el bautismo, o a las diáconos y a los exorcistas en el cumplimiento de sus funciones. A los laicos siempre ha estado expresamente prohibida. Es por ello que muestro una cierta perplejidad ante las imposiciones de manos de los grupos de oración carismáticos.

El gesto de imponer las manos tiene precedentes antiquísimos en las religiones paganas y en el culto hebraico. La mano, que entre los miembros del cuerpo es el medio primario con que el hombre expresa la propia actividad, fue casi considerada en el lenguaje religioso como sinónimo de potencia y de fuerza. De aquí la expresión bíblica “manus Dei, dextera Domini” (la diestra del Señor es la mano de Dios) o aquella figuración del arte cristiano antiguo que representa una mano entre las nubes inclinada hacia abajo para simbolizar la bendición de Dios Padre que trasmite su poder a los hombres.

El símbolo más antiguo de Dios Padre es esa mano que sale de una nube. Es la representación figurada más importante de Dios Padre desde el siglo IV al VIII. ¿Por qué se ha elegido una mano como jeroglífico de Dios? Porque la palabra hebrea iad significa a la vez "mano" y "poder"; en estilo bíblico, "Mano de Dios" es sinónimo de poder divino. La Mano de Justicia que los reyes llevan como insignia de soberanía, con el globo y el cetro, es una supervivencia de esta muy antigua tradición.

Esta mano es siempre la derecha, que por ser la más fuerte tiene preeminencia. Para significar que es una mano divina tiene dimensiones colosales y además está rodeada de un nimbo. A veces proyecta un triple rayo de luz, en alusión a la Trinidad, o aparece en medio de una fuente de relámpagos. En algunos casos la mano hace un gesto: de bendición, de mando o de amenaza. Es una mano hablante que traduce el pensamiento y la voluntad del Señor.

Aparece frecuentemente en las escenas de la ofrenda de Caín y Abel, la orden a Noé de construir el arca, el sacrificio de Isaac, la entrega a Moisés de las Tablas de la Ley y el arrebatamiento del profeta Ezequiel. La mano divina se encuentra también presente en algunas escenas de la vida de Cristo (Bautismo, Transfiguración). En las representaciones de la Ascensión en el arte paleocristiano y de la Alta Edad Media, la mano agarra la mano derecha de Cristo como para ayudarlo en su subida al cielo. Figura también en algunas escenas de vidas de santos.

En el A.T. se hace mención de la imposición de las manos en el ritual de los sacrificios, de las bendiciones, de la ordenación de los levitas. Jesucristo la usó frecuentemente para curar a los enfermos, bendecir a los niños. Basta pues la tradición judía y el ejemplo de Jesús para dar razón del rito litúrgico cristiano, sin calificarlo de plagio o derivación de liturgias paganas, o de un signo mágico que obra infaliblemente, prescindiendo de toda disposición interna del sujeto. La imposición de las manos en la liturgia, como decíamos interiormente, siempre estuvo asociada a una fórmula que determina exactamente el sentido y el fin, y a la vez sirve de invitación al fiel para acompañarla con los correspondientes actos interiores.