Capítulo 30: Los accesorios del altar (2) La cruzNarsai de Nisibe (c.450) habla ya de una cruz puesta sobre el altar durante el santo sacrificio. Acaso este uso de la liturgia siro-caldea tenía relación con la antiquísima costumbre de levantar una cruz del lado del Oriente y orar mirando en aquella dirección. No parece, sin embargo, que fuese práctica general entre los griegos, ni mucho menos entre los latinos. En Occidente, la cruz como insignia litúrgica aparece por vez primera en el fastuoso ceremonial de las procesiones estacionales (letanías). En Roma, cada región y cada instituto tenían la suya. También el papa iba precedido por su cruz. Sabemos que Carlomagno en el 800, cuando fue coronado emperador, regaló al papa una riquísima cruz procesional, quam almificus Pontifex in letanía praecedere constituit, secundum petitionem ipsius piissimi imperatoris (1). En un fresco de la basílica de San Clemente (s.Xl) representando el traslado de las reliquias del mismo Santo, vemos el espectáculo de una procesión, en la que destaca la hermosa cruz estacional del papa con otras tres cruces procesionales.
La cruz procesional debía poder descomponerse, como también ahora, en dos partes: el asta y la cruz propiamente dicha. Esta última, acoplándola a un soporte a propósito, podía ser colocada fácilmente sobre la mesa del altar. Así es cómo la cruz procesional pasó a ser la cruz del altar. Un claro indicio de esta evolución lo hallamos en las rúbricas del XI OR (mitad del s.XIl) relativas a la procesión de la Candelaria: Tunc subdiaconus regionarius levat crucem stationalem de altari; plane portans eam in manibus usque ad ecclesiam. Cum autem venit oras levat eam sursum; quam fert ante Pontificem in processione usque ad Sanctam Mariam Maiorem...: ibique... subdiaconus regionarius. more sólito, portat Crucem ad altare... Et dominus papa cantat misma (2). La primera figuración de la cruz sobre un altar la encontramos en una miniatura del siglo XI. Un fresco de la basílica de San Lorenzo en Roma, de la segunda mitad del s. XIII, nos representa ya la cruz en el centro de la mensa entre dos candelabros. Se puede creer que en esta época era ya praxis común, por lo que atestigua Inocencio III: Inter duo candelabra in altari Crux collocatur media (3). Lo que no implica que la cruz permaneciese permanente sobre el altar. Más bien, por cuanto observa el Ordo Bernhardi, debemos pensar lo contrario: se colocaba antes de la Misa y se quitaba al final. En muchas diócesis de Francia, hasta bien entrado el siglo XVI, estaba vigente la costumbre de que en la Misa Solemne fuese el mismísimo celebrante a llevar la cruz y deponerla sobre el altar. Permanece la duda si las primeras cruces mostraban la imagen del Crucificado. La cruz del fresco antes mencionado de San Lorenzo no lo lleva y es cierto que las cruces procesionales más antiguas no lo llevan. El Crucifijo (la cruz con el Crucificado) empieza a aparecer a partir del siglo XIV y aún más tarde. Completamente acorde con la práctica tradicional de los postreros siglos de la Iglesia, responde, a su vez, a aquella veneración que sentían hacia la cruz y el Crucificado los primeros cristianos. En los siglos de las persecuciones, la cruz, salvo poquísimas excepciones, no aparece nunca en el culto público a no ser encubierta bajo la forma de monograma o de un símbolo, como, por ejemplo, el áncora, con un trazo transversal en la anilla, o el tridente, en que va atravesado el pez (Cristo). Semejante reserva se debía al temor de las profanaciones por parte de los paganos; temor fundado, como lo demuestra la caricatura blasfema del Palatino (un grafito que representa a Jesús crucificado con la cabeza de asno y un hombre ante él: alrededor una frase escrita en griego “Alexamenos adora a su Dios”) . Mas no por esto hemos de creer que en la devoción privada no se utilizase la imagen del Crucificado. Prueba de esto son las dos piedras preciosas cristianas (s. II-III), que representan a Cristo en la cruz rodeado de los apóstoles, y una gnóstica, en que se ve al Crucificado entre María Santísima y San Juan. Con el advenimiento de la paz, la cruz viene a ser símbolo de gloria. En el palacio imperial de la nueva Roma y en la concavidad absidal de las basílicas brilla la cruz con los fulgores de la pedrería y del arte, pero todavía no lleva la figura de Cristo crucificado. La cruz con el Crucificado (crucifijo = fijado o clavado a la cruz) aparece por vez primera representado en un marfil de técnica robusta, que se conserva en Londres, y en un tosco panel de la puerta de madera de Santa Sabina, en Roma. Se trata de representaciones de carácter realístico, con la efigie de Cristo desnudo, cubierto únicamente con una especie de faldón o subligáculo. El modelo debía de provenir del Oriente, en donde para oponerse a la herejía monofisita se quería hacer resaltar la muerte del hombre, con lo cual se afirmaba la dualidad de naturalezas unidas en la persona de Cristo. Pero pronto se advierte en Occidente una reacción contra aquella corriente, que se consideraba poco respetuosa hacia Cristo y como un desdoro de su resurrección. San Gregorio de Tours (+ 593), en efecto, cuenta que, habiéndose pintado en San Genesio de Narbona, un Jesús crucificado casi desnudo, se apareció Cristo a un sacerdote protestando y pidiendo que le vistiesen. Así tenemos los crucifijos cubiertos con el colobium o túnica, con mangas o sin ellas, que llega hasta los talones, como el crucifijo del evangeliario de Rábula (final del s.VI), de San Valentín (s.VIl) y de Santa María la Antigua (s.VIIl); de la misma época es la representación de la cruz teniendo, en lugar de Cristo, un Cordero, como se ve en una columna del baldaquín de San Marcos de Venecia (s.VI), y en la cruz de Justino II.
A partir del siglo X, la iconografía del crucifijo sigue el tipo desnudo por razones de exactitud histórica y acaso por un sentimiento de piedad hacia Cristo, hecho opprobrium hominum et abiectio plebis (4). Esto, sin embargo, no fue obstáculo para que se representara a veces a Cristo sobre la cruz, derecho, apoyando los pies sobre la peanilla, con la cabeza erguida, sin contracciones dolorosas en el rostro, con la cabeza inclinada o adornada con corona real, conforme a la frase litúrgica: Regnavit a ligno Deus (5). En el siglo XIII y en los dos siguientes prevalece generalmente el elemento doloroso y realístico. Cristo presenta toda la ruina de su humanidad: su cabeza, caída sobre un hombro; los ojos, cerrados; el costado, rasgado; los pies, uno sobre otro; los ángeles recogen en cálices la sangre que sale de las heridas; es el Vír dolorum (6) del profeta. Es la época en que la devoción a la pasión y a las cinco llagas entró con tanta fuerza en la ascética popular. La Iglesia, sin preferir ninguna de las dos tendencias, deseó siempre que el crucifijo fuese digna expresión de la idea sublime que estaba llamado a representar sobre el altar. El Ceremonial de los obispos aconseja que, en las fiestas principales, el crucifijo sea de oro o plata, y en los días ordinarios, siquiera de cobre dorado. Las numerosas y espléndidas cruces medievales y modernas que se conservan en nuestras iglesias son una prueba del alto aprecio en que se tuvo siempre a este objeto, el más importante de todos los accesorios del altar. En la Iglesia antigua, así en Oriente como en Italia, hubo una especie de glorificación simbólica de la cruz, que se llamó etimasia (= preparación del trono). Puede comprobarse en algunos marfiles, mosaicos y sarcófagos de los siglos V-VI. Consistía en lo siguiente: sobre un trono ricamente engalanado y provisto de almohadones se colocaba una cruz, como reina sentada en su trono real. La escena encerraba el simbolismo de Cristo, juez supremo del universo; pero, en realidad, era una glorificación de la cruz, con la cual Él triunfó sobre sus enemigos.
Más tarde, durante la Edad Media y hasta el siglo XVI, la importancia y el significado que hoy tiene el crucifijo sobre el altar lo tenía la cruz triunfal o cruz del coro. Existía en casi todas las iglesias sobre la pérgola ( trabes ) , es decir, sobre aquella estructura de madera, piedra o metal que se alzaba sobre la cancela del altar, uniendo ambos lados y haciendo de alta línea divisoria entre el coro y la nave. La pérgola estaba siempre adornada, a veces ricamente esculpida o pintada o decorada con trabajos de orfebrería. En el centro de ella se levantaba un grandioso crucifijo, que tenía en los cuatro brazos lobulados de la cruz la representación de los cuatro evangelistas, por un lado; la de los cuatro mayores doctores de la Iglesia occidental, en el otro; y a los lados de la cruz, las estatuas de María Santísima y del apóstol San Juan. En aquellas iglesias donde la pérgola se había transformado en lectoría, la cruz se colocaba en ella; y, en defecto de una y de otra, se colgaba con cadenillas del arco triunfal del altar; muchas iglesias la ponían en el centro de la nave mayor. Éste era el lugar preferido en tiempo de Durando, lugar que, por lo demás, contaba a su favor con una antigua tradición que se remontaba hasta el siglo VIII. Hacia esta grandiosa imagen de la cruz, visible a todo el mundo y que dominaba desde lo alto a toda la asamblea cristiana, se enderezaba preferentemente la devoción popular, aun cuando esta cruz no fuese objeto de especial culto litúrgico. Ante ella, sin embargo, se detenían las procesiones y los fieles la saludaban con esta aclamación: Ave, Rex noster (7). La cruz triunfal desapareció con la demolición de las lectorías y pérgolas; son raras las iglesias que la han mantenido en alto, suspendida del arco mayor del altar. NOTAS
Capítulo 29: Los accesorios del altar (I) Los manteles y corporalesLos accesorios del altar son principalmente cuatro: a ) Los manteles y corporales; b ) La cruz; c ) Los candeleros con las velas; y como elementos secundarios, d ) Las flores, las sacras y el atril. Los manteles y los corporales . Es una conjetura bastante probable que los altares primitivos estuvieran cubiertos con un mantel. Las Acta Thomae, monumento gnóstico de fin del siglo II, aluden a ello explícitamente: es el testimonio más antiguo que poseemos a este propósito. Hacia el año 370, Optato de Mileto habla también del mantel como de cosa conocida: Quis fidelium nescit in peragendis mysteriis ipsa ligna (el altar de leño) linteamine cooperiri? Inter ipsa sacramenta velamen potuit tangi, non lignum (1). Es dudosa la autenticidad de un decreto atribuido por el Líber pontificalis al papa Silvestre I: Hic constituit, ut sacrificium altaris, non in sericum neque in pannum tinctum celebraretur, nisi tantum in linum terrenum procreatum (2). El célebre altar del mosaico de Rávena (s.Vl) aparece cubierto por un amplio mantel blanco, guarnecido de un fleco y adornado con un rosetón en el centro y con recuadros recamados en los lados. Primitivamente, pues, era uno solo el mantel que cubría el altar. Se extendía sobre él para la celebración eucarística, y, acabada ésta, se recogía. Lo sabemos por las rúbricas del Triduo Pascual. Los corporales, que en su primitiva amplitud eran extendidos por el diácono al comienzo de la sinaxis, son el substitutivo del primitivo mantel. En el siglo VIII comienzan a multiplicarse los manteles ( pallae ) , sin duda para evitar que el vino consagrado, caso de derramarse, se extendiera fuera del altar. Los cánones penitenciales de la época hablan ora de dos, ora de cuatro manteles, y así también los liturgistas de los siglos sucesivos. Por esta época fue cuando el mantel superior, que recibía inmediatamente el cuerpo de Cristo, comenzó a llamarse palla corporalis, o simplemente corporal o sábana, como atestigua Amalario: Sindon, quam solemus corporale nominare (3). Ese mantel, pues, cubría el altar entero: tantae quantitatis esse debet — dice el VI Ordo — ut totam altaris superficiem capiat (4); pero se trataba de altares mucho más reducidos que los actuales. El I Ordo describe así el acto de extender el mantel-corporal al ofertorio de la misa: Diaconus ponat eum super altare a dextris proiecto capite altero ad diaconum secundum, ut expandatur (n.67) (5). El corporal era cuadrado o rectangular y se doblaba de forma que en su parte delantera contuviese la oblata, y la parte posterior pudiese replegarse y cubrir el cáliz propter custodiam immunditiae (6). como dice San Anselmo de Canterbury. Tal era el uso franco-italiano. La rúbrica de un sacramentarlo de Italia meridional del siglo XI dice: diaconus (hecha la oferta) cooperiat calicem dimidia parte ipsius sindonis (7) Los cartujos conservan todavía esta costumbre . En otras iglesias sin embargo, para recubrir el cáliz se usaba un segundo corporal doblado: escribe Durando (+1296): Duplex est palla quae dicitur corporale; una scilicet, quam diaconus super altare extendit, altera quam super calicem plicatam imponit (8) Es fácil comprender como a partir de esta palla plicata se haya llegado al pequeño lienzo cuadrado que hoy llamamos palia. Actualmente el corporal se lleva al altar doblado en una bolsa sobrepuesta al cáliz, del color de los ornamentos del día. En la Edad Media, acabada la misa, se replegaba encima del cáliz o se colocaba entre las páginas del Sacramentario (Misal): estaba prohibido dejarlo en el altar. Por razón de su contacto inmediato con la Eucaristía, el corporal fue muy apreciado en la Edad Media, más que las mismas reliquias de los santos; se le consideraba dotado de eficacia sobrehumana contra las enfermedades y, sobre todo, contra los incendios. Por esta razón se solía colocar el corporal como reliquia en la consagración de los altares; las Consuetudines cluniacenses mandaban tenerle permanentemente sobre el altar, ut ad manum possit esse contra periculum ignis (9), y en muchas iglesias, después de la misa, el sacerdote tocaba con él en la cara a los fieles, como antídoto contra las enfermedades de los ojos. La práctica de la Iglesia desde el siglo V prohibió que el corporal fuese tocado por mano de mujer, aunque fuese consagrada a Dios, a menos que un sacerdote o un subdiácono lo hubiese antes purificado. Todavía hoy en el rito de la ordenación se exige al subdiácono este menester de preservación. La Iglesia exigió siempre que los manteles del altar fuesen de lino puro. La mentalidad alegórica del Medioevo vio simbolizada en los lienzos del altar la humanidad de Cristo, y a nosotros, su cuerpo místico. De aquí las palabras que en la ordenación del subdiácono dirige a éste el obispo: Altare quidem sanctae Ecclesiae ipse est Christus... cuius altaris pallae et corporalia sunt membra Christi, scilicet, fideles Dei, quibus Dominus quasi vestimentis pretiosis circumdatur (10) En la edición del misal de 1962 se manda: altare operiatur tribus mappis seu tobaleis mundis, ab Episcopo vel alio habente potestatem benedictis, superiori saltem oblonga, quae usque ad terram pertingat, duabus aliis brevioribus, vel una duplicata (11). Como podemos notar pues, a los tres manteles prescritos se añade el más estrecho y pequeño “corporal” y así tenemos los cuatro manteles del vetusto uso medieval. La rúbrica no prescribe ninguna especial ornamentación del mantel, pero no la prohíbe. Por otra parte es cierto que en un origen la tuvo, como lo demuestra el mantel del altar de San Vital en Ravenna. Al final del medioevo, en Italia especialmente, se decoraba el mantel añadiendo flecos rojos, verdes o azules en los laterales y dibujos de plantas, flores, pájaros o figuras geométricas, y también añadiendo cosidas a la parte delantera, franjas de seda bordadas que pendían máximo unos 25 cms sobre la parte delantera. A partir del siglo XVII fueron sustituidas por encajes de muy diversos tipos según el arte y el gusto de los diversos países y regiones: de bolillos, de ganchillo, de punto, blanco o a colores, de recorte o entredós, aportando al mantel una gracia y una belleza singular. NOTAS:
Capítulo 28: La decoración del altar (y III). Las cancelas
Las cancelas eran una cerca baja que servía para separar el presbiterio de la nave central. Dividían el lugar reservado al clero del espacio propio de los fieles. La cancela proporcionaba además al altar una zona de respeto, a la que ningún profano tenía acceso, sobre todo durante la celebración de los sagrados misterios. Las descripciones más antiguas de iglesias aluden a este elemento, indispensable para el desenvolvimiento ordenado del servicio litúrgico. El historiador Eusebio, describiendo la basílica de Tiro, inaugurada en el 317, escribe: "En el centro de la iglesia se destacaba el altar de los santos mártires, que para hacerlo inaccesible a la masa del pueblo se había rodeado de una balaustrada de madera con enrejado, artísticamente trabajada en su parte superior" En la Iglesia antigua eran rigurosísimas las normas que prohibían a los seglares, especialmente mujeres, el acceso al santuario. El concilio de Laodicea (s.IV) insiste sobre ello de manera especial. El concilio Trullano, alegando una antigua costumbre, hacía excepción solamente en favor de la persona del emperador. Este podía llevar la propia ofrenda hasta el altar penetrando en el presbiterio, pero debía salir inmediatamente. Al emperador Teodosio, que después de hacer la oblación se entretenía en el recinto del santuario, San Ambrosio mandó a decirle que saliera. En este punto parece que en Oriente no era tan rígida la disciplina. Algunas altas personalidades se arrogaban el privilegio imperial, razón por la cual San Gregorio Nacianceno invitaba a los obispos a ser severos en la observancia de las leyes canónicas. En Africa, según se desprende de un sermón de San Agustín, los neófitos parece que tenían el privilegio de permanecer dentro del presbiterio durante la semana de Pascua; pero, pasado el tiempo pascual, se incorporaban a las filas del común de los fieles con una cierta solemnidad: quod hodierna die solemniter geritur (1). En las Galias, como se deduce de un canon del concilio de Tours (657), los seglares, hombres y mujeres, podían entrar en el presbiterio sólo para recibir la sagrada comunión. En cambio, en Roma, según el I Ordo (n.113), ésta se distribuía fuera de las verjas. En Oriente, en general, las cancelas eran propiamente balaustradas de madera, con un enrejado entre uno y otro balaustre; en Italia, y sobre todo en Roma, eran más bien de mármol, en cuyo caso se llamaban transennas, perforadas conforme a diseños geométricos y sostenidas por balaustres de igual o mayor altura. Particularmente dignas de mención son las transennas bizantinas de San Vital (Rávena; s.Vl), así como las que más tarde se esculpieron, en los siglos X-XII, en Aosta, Bobbio, Roma, Aquileya, San Marcos de Venecia, Torcello, etc., todas ellas dotadas de riquísima ornamentación simbólica. De este tipo de balaustradas se derivó muy pronto (ya desde el siglo V) una forma más solemne, llamada pérgola ( pérgula, iconostasio ) , que en algunas iglesias más importantes adquirió proporciones monumentales. En la basílica de San Pedro, la pérgola se componía de seis gruesas columnas retorcidas adornadas con ramificaciones sutiles: las columnas descansaban sobre pedestales intercalados en el enrejado y estaban unidas en su parte superior por un arquitrabe. En el centro, arriba, la figura del Salvador entre ángeles y apóstoles, y a lo largo de la cornisa, dieciocho cálices ornamentales de gran tamaño. Pérgolas semejantes las había en San Pablo, de Roma; en San Juan, de Rávena; en Santa Sofía, de Constantinopla, y en otras partes. De ellas se conservan algunos ejemplares, como el de Santa María in Cosmedin, de Roma (s.Xl); otra en Alba Fucense (s.Xll); otras en San Marcos, de Venecia, y en el Duomo de Torcello (s.VIl). En Italia, la pérgola servía para colocar en ella lámparas, coronas y cálices votivos y para sostener relicarios, candelabros y otros objetos decorativos; no obstante, nunca quitaba la visibilidad del altar a los fieles. En cambio, en Oriente el iconostasio, a partir del siglo VII, se elevó a considerable altura, transformándose poco a poco en un muro opaco, de suerte que ocultaba casi enteramente al pueblo el sacrificio del altar. Esta diferencia de disciplina provenía de la diversa concepción que griegos y latinos tuvieron del santo sacrificio desde el siglo V.
Conviene recordar que hacia fines del siglo XII en algunas regiones nórdicas (Francia, Alemania, Inglaterra) la pérgola recibió un desarrollo al estilo del iconostasio griego, transformándose en una pared alta, en gran parte opaca, que dividía el coro de la nave. Ordinariamente estaba provista de una sola puerta en el centro, con rejilla, a través de la cual podía verse el santuario. Tenía adosados dos altares, uno a cada lado de la puerta, y en la parte alta había una galería o corredor, desde donde se predicaba y se hacían las lecturas sagradas; de ahí el nombre de lectoría (al. lettner, fr. jubé ) . Más tarde se colocaron allí los cantores y el órgano. En el siglo XVI fueron casi todas demolidas. En España perduraron muchísimas de las cancelas de rica forja que separaban el Altar Mayor de la nave y por pertenecer al patrimonio artístico han permanecido a pesar de los intentos contemporáneos de eliminarlas completamente. NOTAS
Capítulo 27: La decoración del altar (II). El baldaquín.Llámase baldaquín (en latín, ciborium, y en textos posteriores, tegurium, tiburium ) el pabellón de planta cuadrangular que hallamos alzado sobre el altar ya en las antiguas basílicas del tiempo de Constantino. Entonces no debía de ser una novedad, porque construcciones semejantes se veían sobre las sepulturas; resulta también que las hierogamias rituales de ciertos cultos paganos, mistéricos, se celebraban bajo una especie de dosel. Esto, sin embargo, no autoriza a suponer que la usanza pagana influyera en el origen del baldaquín cristiano. Podría preguntarse, pues, cuál fue el motivo que sugirió a los primeros arquitectos sagrados la idea del baldaquín. Pueden darse diversas respuestas: 1) El baldaquín respondía a una exigencia elemental de limpieza con respecto al altar, que estaba debajo; esto podríamos afirmarlo con mayor aplomo aún si fuese efectivamente cierto que el altar erigido en el espacio descubierto del peristilo o atrio de las iglesias domésticas tenía ya una cubierta que lo protegía del sol y de la intemperie; también pudo obedecer a una razón de ornamentación artística, en cuanto que el baldaquín servía para coordinar armoniosamente la exigua mole del altar antiguo con la imponente masa del ábside basilical. 2) No ha faltado quien haya supuesto que el baldaquín surgió por la necesidad de ocultar, mediante las cortinas que de él se colgaban, la celebración de los santos misterios a la masa del pueblo que en el siglo IV abrazó la fe sin estar lo suficientemente madura para comprenderlos. Pero la hipótesis falla, porque en Occidente los primeros vestigios ciertos de tales cortinas alrededor del altar datan de fines del siglo VII. 3) Otros han creído que el baldaquín se construyó con carácter de edículo o templete funerario sobre las reliquias del mártir allí depuestas. Pero no se explica entonces por qué el primer baldaquín de que tenemos noticia se levantara precisamente sobre el altar de la basílica lateranense, donde no había absolutamente ninguna reliquia de mártires. Debemos concluir, por tanto, que el baldaquín es una creación original cristiana para expresar arquitectónicamente la dignidad excelsa y la importancia litúrgica del altar. El más antiguo y suntuoso baldaquín que recuerda la historia fue erigido por Constantino sobre el altar de la basílica de Letrán. Cuatro columnas de plata lo sostenían. En lo más alto del frontón estaba Cristo, sentado entre cuatro ángeles, mientras que las estatuas de los doce apóstoles estaban repartidas sobre el arquitrabe de los otros lados. Del techo del baldaquín pendía una grandiosa araña de oro en forma circular, que sostenía en su perímetro cincuenta lámparas. Es cierto que en el siglo IV se levantaron en otras iglesias baldaquines del tipo del de Letrán: por ejemplo, en la basílica de San Lorenzo, del cual nos queda una sumaria reproducción en una medalla de la época, así como también en otras iglesias fuera de Roma y de Italia. De los primitivos baldaquines se conservan solamente fragmentos, como el de la primera basílica de San Clemente (columna y parte del arquitrabe), sobre el cual se lee el nombre del donante: Mercurius Presbyter, que fue después el papa Juan II (+ 535). Sin la cubierta se conserva el baldaquín erigido en la iglesia de San Apolinar in Classe (Rávena), sobre el altar de San Eleuterio, construido en tiempo del arzobispo Valerio (807-812). En el siglo IX el baldaquín participa del renacimiento artístico y litúrgico de la época carolingia primero, y de la románica después. El arte ojival utilizó poco este medio decorativo del altar, sobre todo por haberse introducido entretanto otros elementos en la estructura del mismo. A la época carolingia pertenecen los baldaquines de San Ambrosio, de Milán, y de San Pedro, de Civate, ambos cubiertos a base de bóveda y con un frontón en forma de arco coronado por un tímpano. Del período románico quedan en Italia no pocos baldaquines de formas diferentes. Algunos tienen la cubierta completamente plana, como el de la basílica de San Marcos, de Venecia (s.XIIl), cuyas columnas traen esculpidas escenas del Evangelio y de los apócrifos; otros tienen la cubierta en forma de cúpula o de pirámide, como el de San Clemente, de Casauria (s.XIIl), otros terminan en octógono, sostenidos por columnitas simples o superpuestas, de lo cual conservamos bonitos ejemplares, como el de San Nicolás de Bari (s.XIl), en la catedral de Ferentino y el de San Jorge in Velabro, de Roma. Al estilo ojival pertenecen los baldaquines de las basílicas romanas de Santa Cecilia y San Pablo.
Es cierto que el baldaquín sirvió en algún tiempo para tender sobre él cortinas ( pannum, velum, tetravela, en relación con los cuatro lados del altar) que debían de conferir mayor recogimiento y suntuosidad al altar. Sin embargo, en Oriente — tenemos testimonios claros a partir del siglo IV —, las cortinas tenían por objeto principalmente encubrir a los ojos de los fieles la parte del oficio santo que corresponde al canon; en la Iglesia latina, en cambio, esto no sucedió nunca, por lo menos en el período más antiguo, y ello se debe a que aquí había una mayor tendencia de acercamiento al altar. Una prueba es la medalla de Successa, que representa el primitivo baldaquín de la basílica de San Lorenzo, de Roma. Los testimonios que se aducen en contra no prueban suficientemente. Según el P. Braun, la primera noticia segura al respecto se remonta al final del siglo VII. En Italia, el uso de las cortinas no tuvo mucha difusión, salvo en Milán y en las Galias, donde la influencia oriental hizo que se adoptaran en todas partes y duraran mucho tiempo: en algunas iglesias hasta después del siglo XVI. En el interior del baldaquín se solían colgar también lámparas y coronas votivas, como las del rey Recaredo, que se conserva hoy en Madrid; en la parte más alta se colocaban candelabros con cirios encendidos. Más tarde se puso también la cruz en el centro. Un no muy acertado sucedáneo del baldaquín empieza a aparecer hacia fines del siglo XIV en el llamado cubrecielo o umbráculo, hecho de madera o tela o combinando los dos materiales, de forma oval o cuadrada que se colgaba con cuerdas sobre el altar o reposando sobre alguna viga.
Capitulo 26: La Decoración del Altar (I). El frontal o antipendio
A la decoración del altar concurren, según la tradición litúrgica de la Iglesia, tres elementos: a ) El frontal o antipendio b) El baldaquín c) Las cancelas El frontal . Podemos suponer con fundamento que, dada la veneración en que era tenido el altar en la Iglesia antigua, se actuó muy luego la idea de rodearlo de una cierta elegancia y riqueza. El Líber pontificalis habla de altares de oro y de plata erigidos en las primitivas basílicas romanas por la solemnidad de Constantino; se sobrentiende que debían de ser altares recubiertos con láminas de oro y plata trabajadas a cincel. Ciertamente, no todas las iglesias podrían tener altares tan pomposamente ricos. Empero, debía de ser bastante general la costumbre de envolverlos con telas preciosas. Ya a principios del siglo VI vemos adornado con ricos paños purpúreos, simbolizando la realeza de Cristo, el altar reproducido en el famoso mosaico de San Vital, de Rávena (c.150). En el siglo siguiente, tenemos noticia de un coopertorium orlado con rico galón de oro, regalo del papa Benedicto II (+ 685), para el altar de las basílicas de San Valentín y de Santa María ad Mártyres, de Roma. En el siglo VIII, los ejemplos se multiplican; se enriquece el altar con esculturas de mármol, esculpidas según el estilo rudimentario de la época, como vemos en la iglesia de San Martín, en Cividale del Friuli' (Udine, Italia); también se envuelven en lienzos pintados o recamados, como el que recuerda el Líber pontificalis, donado por León IV (+ 855) a la basílica de San Lorenzo: vestem de serico mundo cum aquilis, habens tabulas ex auro textas III ex utraque parte, habentes martyrium praedicti martyris depictum et imago praedicti praesulis (1). Una miniatura del bendicional de Ethelwold (s.X) muestra un altar elegantemente adornado con un rico paño de terciopelo. Más espléndidos aún debían de ser los frontales de metal, de los que se comienza a hablar por la misma época. Faciem altaris vestivit argento (2), se dice en el Líber pontificalis de Gregorio III (+ 741). Un ejemplar insigne se conserva en el llamado Altar de oro, de San Ambrosio; es un frontal en cuatro trozos, destinado a revestir completamente el altar de la basílica homónima de Milán. "Resplandeciente por sus piedras preciosas y esmaltes, sus cuatro lados son cuatro placas de oro y plata trabajadas a cincel. En su parte anterior, perfectamente eurítmica, el Redentor está en el trono entre los apóstoles y los símbolos de los evangelistas, y alrededor hay recuadros con episodios evangélicos; en los lados, ángeles y santos adornan la cruz, que brilla en sus esmaltes, piedras preciosas y perlas; en la parte de atrás está representada, en varios paneles, la vida de San Ambrosio, el cual aparece en medio imponiendo una corona al arzobispo Angilberto II (824-859) y al autor del altar: Wolvinius Magister Phaber." Fuera de éste, no existen más ejemplares de frontales de metal anteriores al año 1000. Hasta esta época, el revestimiento de que hablan los textos antiguos cubría el altar en todas sus partes o por lo menos en sus dos caras principales; era como un verdadero "vestido sagrado" del altar. A partir del siglo XI, al difundirse los retablos y acercarse el altar hacia la pared de la iglesia, se comenzó a no revestir todo el altar; fue suficiente cubrir la parte anterior solamente; de ahí los nombres de ante altare, frontale, antependium, que corren en los inventarios medievales para designar lo que llamamos frontal, y en otras partes, como en Italia a partir del siglo XV, se indica con palabras derivadas de palliare = recubrir: como “palliotto”. El cual continuó siendo metálico o de oro como el de Enrique II en la catedral de Basilea (ahora en Paris); o en plata como los de las catedrales de Città di Castello, regalo de Celestino II, de Cividale, regalo del patriarca Peregrino II de Aquileia, el de Ascoli Piceno, de Pistoya; o el más suntuoso de todos, el de Florencia.
También encontramos de tela, especialmente pintados o bordados sobre seda, como los de Anagni o Asís, o incluso en marfil como el antipendio de Salerno (siglo XII) con tablas que contienen historias del Antiguo y Nuevo Testamento. En el periodo renacentista y barroco se continúan fabricando frontales con telas preciosas (tapices, terciopelos tallados, adamascados, bordados en oro y plata; pero el gusto de la época se centra especialmente en los retablos o a enriquecer el frontal con obras escultóricas en piedra. Quizás la abundancia de ricos materiales que hay en Italia se presta a pensar que para los frontales éstos son más bellos y dignos que un pedazo de tela bordada. NOTAS
Capitulo 25: El altar-sagrario y el altar portátil (II)
El que inició un serio movimiento para colocar permanentemente sobre el altar el Santísimo Sacramento fue Matteo Giberti, obispo de Verona (1524-1543). En su Catedral erigió un nuevo Altar Mayor y colocó en el centro el Sagrario para que fuese como “el corazón en el pecho y la mente en el alma”. Además en el curso de las visitas pastorales a su diócesis recomendó que las parroquias hiciesen lo mismo. El sagrario debía ser de madera o de otro material sólido, fijado de manera estable sobre el altar, cerrado con cerradura para evitar robos sacrílegos. La iniciativa de Giberti que gozaba de fama en la Italia septentrional encontró favorable acogida en otras diócesis. La primera de todas, Milán con San Carlos Borromeo a la cabeza, que mandó trasladar el Reservado desde la sacristía donde se custodiaba, al Altar Mayor: donde hizo construir un fabuloso Tabernáculo. En Roma Paulo IV se mostró favorable a tal novedad y trabajó por su introducción en las iglesias de la diócesis de Roma, recomendando su uso en las demás diócesis. Fuera de Italia, la reforma, a falta de una prescripción en sentido propio, se abrió camino muy lentamente. En Francia un Concilio Provincial de 1590 en Tolosa, impuso la obligación del sagrario sobre el altar. Pero en el resto de las iglesias se continuó con la costumbre antigua hasta la mitad del siglo XVIII. En España, especialmente en el Reino de Aragón, continuó vigente la antiquísima costumbre de una solemne y amplia capilla del Santísimo anexa a la nave mayor. Poco a poco los sínodos del siglo XVIII insistieron en tal adopción, pero el primer decreto de la Congregación de Ritos en ese sentido es de 1863, prohibiendo cualquier otra forma de lugar para la reserva eucarística. Demos como buena la 2ª mitad del siglo XVIII como fecha en la que la praxis común en las iglesias fue ya ésa.
Convertido en estable, el Sagrario no siempre mantuvo la justa proporción con la mensa, amenazando con una mole excesiva casi hacerla desaparecer. Encontramos sagrarios desarrollados a manera de templete, que con sus grandiosas proporciones rompen el equilibrio de subordinación que el sagrario debe mantener con la mensa del sacrificio. Afortunadamente este tipo de Tabernáculos-Trono que no tienen ningún motivo de permanecer sobre el altar, excepto para una exposición solemne del Santísimo, ha caído en desuso, y hoy en día el arte sacro tiende a mostrarse más respetuoso con la suprema ley litúrgica de la proporción. Aunque los extremismos por la otra parte también han hecho su aparición. Actualmente la praxis pretridentina de altares sin sagrario sólo debiera ser consentida en Catedrales e iglesias que poseen un capilla anexa para el Reservado Eucarístico. En las demás iglesias el Sagrario debiera estar en el centro del Altar Mayor, porque es justo que a Jesús, centro vital del culto, le sea reservada la parte central y más importante del templo. El Altar Portátil
Las exigencias prácticas de la vida misionera debieron de sugerir la idea de pequeñas mesas de altar, portátiles, sobre las cuales pudiera celebrarse la misa durante los viajes ( altaría portatilia, gestatoria, itineraria ) (1) . En efecto, la primera noticia segura de tales altares la encontramos en una carta del año 511 dirigida a dos sacerdotes ingleses que iban a misionar a Bretaña. El ejemplar más antiguo parece debe considerarse la mesa de encina hallada en el sepulcro de San Cutberto, en Durban (Irlanda). La mesa está revestida de una lámina de plata con dibujos e inscripciones fragmentarias repujadas. Dícese que un altar semejante fue hallado sobre el pecho de San Acca, obispo de Hexham (740); y el Venerable Beda cuenta de los dos ingleses misioneros entre los sajones que en el 692 llevaron consigo los vasos sagrados y una tabulum altaris vice dedicatum (2) Los altares portátiles llegados hasta nosotros pertenecen todos al período románico. Generalmente, tienen la forma de un paralelogramo rectangular, y se componen de una losa de mármol o piedra, encuadrada dentro de un marco ancho y grueso de madera, a su vez guarnecido por un amplio borde de plata, que deja ver solamente la parte anterior de la piedra. Esta, que constituía el altar propiamente dicho, era de pórfido o de ónix, de cristal de roca o también de pizarra. Las reliquias se introducían entre la piedra y el armazón.
Los altares portátiles tenían necesariamente dimensiones reducidas, apenas suficientes para contener la materia del sacrificio. Algunos ejemplares lujosos presentan forma de arqueta, sostenida por cuatro pedúnculos. Tal es, por ejemplo, el precioso altar de Stavelot, que se conserva en Bruselas (s.XIIl), y el no menos precioso de la catedral de Módena (s.Xl). Los altares portátiles, que más tarde cayeron en desuso, en el siglo XIV, fueron substituidos por las actuales aras o arae portátiles que se adaptan a las mesas de los altares no consagrados, y sobre las cuales, incluso fuera de una iglesia, pueden celebrar la santa misa los que tienen privilegio. NOTAS
Capitulo 24: El altar-sagrario y el altar portátil (I)
La mensa, convertida en sede del Tabernáculo eucarístico o Sagrario, representa la última fase de la historia del altar. El canon 13 del concilio de Nicea (325), que sancionó que los penitentes próximos a morir no debían ser privados del viático eucarístico, pues así lo aconsejaba una disciplina canónica antigua, nos autoriza a creer que el uso de conservar la eucaristía en las iglesias debía remontarse a una época muy remota, por no decir apostólica. Esto se deduce fácilmente de lo que dice San Justino (I Afiol. 67): después de la misa dominical, los diáconos eran los encargados de llevar el pan consagrado a los ausentes; lo mismo se infiere de cuanto escribía San Ireneo al papa Víctor sobre que los presbíteros romanos acostumbraban a mandar la eucaristía incluso a los hermanos cuartodecímanos. El episodio de Serapión de Alejandría a mitad del siglo III viene a confirmar esto mismo: Serapión, poco antes de morir, recibe de manos de un muchachito el pan eucarístico, que por aquel conducto se lo enviaba el presbítero de la Iglesia. En todo caso es lícito suponer que la Iglesia haría por lo menos lo que hacían los simples fieles. Estos tenían facultad para conservar en sus casas la eucaristía. Lo atestiguan explícitamente Tertuliano y San Cipriano, por lo que se refiere a África; en cuanto a Roma, San Hipólito aconseja a los fieles estar en guardia ut non infidelis gustet de eucharistia, aut ne sorix aut animal aliud, aut ne quid cadat et pereat de ea . (1). Tal recomendación no podía dirigirse más que a seglares. Por lo demás, la costumbre de comulgar en casa era general en Occidente y en Oriente en los siglos IV y V duró largo tiempo. ¿En qué parte de la iglesia se conservaba la eucaristía? Las primeras noticias al respecto hállanse en las Constituciones apostólicas, las cuales mandan a los diáconos que lleven lo que sobre de las sagradas especies consagradas en la misa a un local a propósito, llamado pastoforia; éste en Oriente se hallaba al lado del altar, hacia el sur. En Occidente recibió el nombre de secretarium o sacrarium; se tenía cerrado bajo llave, que guardaban los diáconos, a los cuales desde los primeros tiempos de la Iglesia estaba encomendada la administración de la eucaristía. Del diácono San Lorenzo cantaba, en efecto, Prudencio: “Claustras sacrorum praeerat, caelestis arcanum domus fidis gubernans clavibus, votasque dispensans opes” (2) En este lugar había un armario ( conditorium ), del tipo del que aparece en el mosaico del mausoleo de Gala Placidia (Rávena), y en él se encerraba la capsa o cofrecito eucarístico, que fue el primer sagrario. Puede creerse que los fieles harían otro tanto en sus respectivas casas. El pan consagrado, envuelto en un paño blanco de lino o, como narra San Cipriano, colocado en un cofrecito ( árcula ) , se encerraba en el aludido armario para mayor seguridad. En el siglo VI, Mosco (+ 620) habla de un joven sirviente que, secundum provinciae consuetudinem, die sanctae Coenae dominicae, sumptam communionem involvit in línteo mundissimo et armadio reposuit (3).
Hasta el siglo IX aproximadamente se mantuvo en Occidente la disciplina que acabamos de describir. Por esta época, la Admonitio synodalis, entre las cosas que consiente tener sobre el altar, enumera también la píxide: pixis ad viaticum pro infirmis (4) . La terminología del decreto parece excluir que la píxide se encerrara en el conditorium; no obstante, esto era necesario por motivos evidentes de seguridad; tanto es así que algún tiempo más tarde, Durando hablará de un tabernáculo real y verdadero, llamado propitiatorium , colocado super posteriori parte altaris (5), y en el cual se guardaba la píxide. Añadirá, sin embargo, que no eran muchas las iglesias que lo habían adoptado; existiendo sólo in quibusdam ecclesiis (6) quizás en Francia y en Italia. Un ejemplar de este propitiatorium lo tenemos en el tabernáculo lemosín, de madera, con techo piramidal, del siglo XII, que se conserva en el Bargello, de Florencia. Tratábase naturalmente de tabernáculos movibles y de pequeñas dimensiones. En esta época, en Francia por lo menos, se daba el nombre de tabernáculum no a ese sagrario que hemos descrito, sino al cortinaje que a manera de tienda cubría la píxide; en otras iglesias el Sacramento era custodiado o en palomas eucarísticas ( colombae ) o en tabernáculos murales. NOTAS
Capítulo 23: El altar con relicario adosado y retablo (II)
Cuando en el apogeo del gótico el altar se adosó al ábside y el retablo abrió el camino a las primeras “supraestructuras” dispuestas en torno a la mensa (trípticos), los posteriores artistas del renacimiento y del barroco se encargaron de desarrollarlo al máximo. Los retablos policromados de los siglos XIV-XV poco a poco fueron tendiendo a aumentar sus proporciones. Olvidan las estructuras arquitectónicas que los albergan y comienzan a expandirse: a partir de una tabla única empiezan a desarrollarse cúspides y compartimientos en diversos órdenes o bien paneles pintados sobrepuestos, insertando figuras esculpidas en madera (tallas). Es especialmente en el arte hispano (incluyendo en éste al germánico, unido por razones políticas) donde se puso en boga, llegando a rodear, recluir e incluso ahogar la parte trasera del altar y la estructura arquitectónica del ábside. En el Renacimiento el retablo crece sin mesura, se desarrolla en torno a un vasto encuadre en mármol o estuco, con columnas, marcos, estatuas, grupos de ángeles que en sus enormes proporciones los convierten en auténticos monumentos. El gran retablo mayor de la Capilla Real de Granada (1520-1522), obra de Felipe Bigarny, está considerado, en su conjunto, como unos de los primeros y más grandes retablos platerescos labrados en España. Reminiscencias ojivales y ordenación gótica, movimiento y dramático naturalismo, riqueza de los elementos ornamentales platerescos, es un fiel reflejo del momento de transición entre dos épocas —medieval y moderna— y entre dos estilos: gótico y renacimiento, y de la evolución de retablo.
El retablo ya no es un accesorio del altar sino que el altar lo es del retablo, que constituye la parte principal. Esta inversión de valores litúrgicos se muestra especialmente en las iglesias de los siglos XVII y XVIII, construidas siguiendo el ejemplo del “Gesù” de Roma, en las cuales el Altar Mayor, adosado a la pared absidal, parece no tener otra función que servir de base a la monumental apoteosis del santo o del misterio al que está dedicado. Los nuevos elementos introducidos después del siglo X en la estructura y concepto del altar, llevaron a consecuencias litúrgicas muy importantes. Subrayo las principales que creo son siete: El altar perdió a los ojos de los fieles su tradicional carácter de autonomía y de preeminente dignidad para trasladarlo a la urna del santo o la imagen del retablo con la que se formó un solo conjunto, un “todo”, y al que en cierta manera servía de pedestal. La urna relicario y el retablo se convirtieron para los fieles en el principal centro de atracción y devoción en detrimento de la mensa, y consecuentemente una desorientación de la piedad popular, la cual empezó a infravalorar la importancia del Santo Sacrificio. El tipo de altar que se mantuvo cúbico, parecía demasiado mezquino, valde parvum (demasiado pequeño) dice un cronista medieval y empezó a rehacerse majus et sublimius (mayor y más digno) especialmente en el sentido de la longitud, para reequilibrarlo proporcionalmente con la masa constructiva añadida y asumiendo de esta manera aquella forma rectangular a la que finalmente hemos llegado. El altar, que primitivamente ocupaba el centro del ábside o del transepto y que estaba a la vista de todos y en estrecho contacto con los fieles, fue trasladado con todos sus accesorios al fondo del coro y adosado al ábside, obligando a trasladar los asientos (setiales) de clero y de los monjes a la parte delantera del presbiterio o a invadir la nave. Este traslado del Coro, muy especialmente en España, empequeñeció la nave de las catedrales e hizo disminuir la participación del pueblo en la acción litúrgica. Los baldaquinos fueron liquidados y suprimidos porque eran un obstáculo para la visión de los nuevos elementos introducidos; y del altar , sobre el que recaía su majestuosa sombra, pasó a cubrir la urna de las reliquias ( super réquiem Martyris ).
Para que la multitud de peregrinos que venían a venerar al Santo pudiesen desarrollar su piedad, se introdujo alrededor del ábside de las nuevas iglesias góticas, un nuevo elemento arquitectónico: la girola o deambulatorio, que coordinándose con las naves menores abrían como un largo cordón en torno al espacio absidal. El primer ejemplo imitado parece que fue el de la cripta de la Basílica de San Martín de Tours del siglo X. En muchas de aquellas iglesias donde celebrar “ad orientem” coincidía con el celebrar cara a la amplia nave de los fieles pues la sede episcopal o papal permanecía al fondo del ábside (como en muchas antiguas basílicas romanas) esta remodelación supuso el traslado de la sede a un lado, el traslado del altar y del nuevo retablo a ese lugar y la “desorientación” del celebrante, ya no celebrando ad orientem sino cara al retablo y hurtando la celebración a los ojos de los fieles hasta entonces acostumbrados a reconocer fácilmente el desarrollo litúrgico de la celebración. El subdiácono que hasta entonces en el antiguo marco litúrgico, después del Ofertorio recogía la patena y permanecía durante el Canon de cara al celebrante en la parte opuesta de la mensa, ahora debía colocarse en la otra parte, detrás del diácono y del celebrante. (“…subdiaconi, finito ofertorio, vadunt retro altare, aspicientes ad Pontificem” 1º Ord. Rom.)
Capítulo 22: El altar con relicario adosado y retablo (I)
El absoluto respeto a la Mensa Dominica (mesa del Señor) que hasta ahora había descartado todo aquello extraño al Sacrificio, comienza en esta tercera fase de la historia del altar a sucumbir a un primer compromiso. Hacia finales del siglo IX, se coloca permanentemente sobre la mensa un nuevo elemento: las reliquias de los Santos. Un documento muy importante de origen galicano la Admonitio Synodalis de la segunda mitad del siglo IX o principios del X prescribe que sobre el altar se deben tener solamente las urnas (chapase) con las reliquias de los Santos, el Evangeliario y la píxide con el cuerpo del Señor para los enfermos; toda otra cosa se recoloque en un lugar conveniente. Así pues la facultad así legalizada aunque no sin contrastes de poder tener las capsae y los relicarios en la mensa, fue el punto de partida de una profunda modificación de la estructura del altar. Hay que recordar que a partir del siglo X – tiempo de un vivaz despertar religioso en todo occidente- el culto de los santos recibió un importante impulso, especialmente en Francia. Las ciudades que poseían reliquias estaban orgullosas de ello, se convertían en centro de peregrinaciones y eran un estímulo aún mayor para proveerse de ellas con medios más o menos correctos. Los cuerpos de los Santos se exhumaron de las criptas y de debajo de los altares donde reposaban, fueron traídos desde Oriente por los cruzados a su patria de origen y colocados en los altares como un adorno valiosísimo. Eso se hizo en modo diverso. Lo más común era apoyar la urna sobre el centro posterior de la mensa o bajo un dosel encima de un zócalo de obra de manera que circulando en torno al altar pudiese contemplarse con facilidad e incluso pasar por debajo de rodillas, práctica devocional para asegurarse el patrocinio del Santo. Naturalmente la elevación del santo requería una compleja adaptación en torno al altar que permitiese el culto a las reliquias pero al mismo tiempo salvaguardase el altar de intrusiones ajenas a su dignidad. A tal fin a su alrededor se levantaron columnas sostenidas por ángeles con rejas de las cuales colgaban cortinajes para asegurar una zona de recogimiento y respeto. Sobre la urna se solía levantar un pabellón de honor: un palio de respeto.
Pero no todas las iglesias podían tener el honor de poseer reliquias insignes. Para suplir su presencia de algún modo se introdujeron sobre el altar hacia finales del siglo XI los llamados retablos (retro-tabula) es decir, pequeñas tablas rectangular, de poca altura, esculpidas en piedra o metal o pintadas sobre madera o bordados sobre telas preciosas, representando imágenes del Señor, la Virgen, los santos o escenas de su vida. Los retablos se colocaron en la parte posterior de la mensa de los altares adosados a la pared de las naves menores para que alimentasen la piedad del celebrante y de los fieles. En un primer tiempo fueron de modestas proporciones de manera que pudiesen sacarse con facilidad y ser sustituidos por otros diferentes según las fiestas del año litúrgico. Más tarde y con el florecimiento del estilo gótico (s. XIII-XV) se hicieron de madera o de piedra, asumieron formas imponentes y fueron fijadas de manera estable o bien encima o bien inmediatamente detrás del altar principal.
De los retablos más antiguos no nos han llegado ninguna muestra. Se conservan muchos de los siglos XII, XIII y XIV. De entre los que podemos encontrar en Italia recordemos “la Pala d´Oro” de la Basílica de San Marcos en Venecia, admirable obra maestra de la orfebrería bizantina, los retablos de plata de las catedrales de Pistoya, Cattaro, Pola, Monza. En Cataluña el magnífico retablo gótico de plata y esmaltes de la Catedral de Gerona , recientemente reintegrado en un remodelación del presbiterio que lo ha devuelto al culto, junto con su baldaquino de plata y las piezas románicas del mismo, trono episcopal, altar y ambón aunque ahora adelantados a la nave estos dos últimos, junto con el baldaquino, sobre una estructura de hierro reversible.
Capítulo 21: El altar fijo (dimensiones y simbología) (y II)
Las dimensiones del altar durante este segundo período de su historia (s.IV-IX) fueron constantemente modestas. La mesa tiene preferentemente forma cuadrada o un poco rectangular; los lados no pasan del metro de amplitud y de altura. El altar se coloca en el ábside, delante de la cátedra, o bien entre las dos pequeñas rampas que conducen del pavimento de la iglesia al plano realzado del presbiterio, o también en medio o al comienzo de la nave central, como en las antiguas basílicas de San Pedro y San Pablo. Carece todavía de las gradas de acceso que tendrá más tarde y se apoya directamente sobre el pavimento. Tampoco presenta un lado anterior y otro posterior, sino que es una simple mesa sostenida por cuatro pies. Según la orientación habitual de las iglesias, el obispo celebraba desde la cátedra vuelto de cara al pueblo, esto es, hacia el occidente, mientras que el pueblo asistía mirando al oriente, de cara al obispo oficiante. Sólo que hacia los siglos VI-VII (es difícil determinar exactamente la época), acaso por influencias de Bizancio, donde la orientación para orar se cuidaba más que en ninguna otra parte, pretendióse, en cuanto la posición del altar lo permitiera, imponer al oficiante que celebrase mirando al oriente. Por eso tuvo necesariamente que volver las espaldas a los fieles. Fue éste un cambio litúrgico de gran trascendencia para el Occidente, y que llegó a Roma a través de la liturgia galicana, como lo atestigua el 1 Ordo en su doble versión. En la más antigua se dice sencillamente que el pontífice stat versus ad orientem (1); en la posterior, la rúbrica es más detallada: Quando vero finierint (el "Kyrie" ) , Pontifex, dirigens se contra populum, incipit "Gloria in excelsis Deo. " Et statim "regirat se ad oriéntem, usque dum finiatur. Post hoc, "dirigens se iterum ad populum. dicens, "Pax vobis" et "regirans se ad orientem" dicit "Oremus"; et sequitur "Oratio." (2) La nueva postura del sacerdote en el altar no se practicó ciertamente en seguida en todas partes, ni siquiera en Roma; pero poco a poco se fue generalizando, y, sin duda, fue el primer paso que había de conducir a la costumbre tan poco habitual en la liturgia romana antigua de que el sacerdote celebrase de espaldas al pueblo, separando a los fieles prácticamente de la participación en la acción litúrgica. Práctica que contribuyó no poco a la recitación en voz baja de la oración eucarística.
En la práctica primitiva, y según estaba orientada la iglesia, el lado derecho del altar y del celebrante daban al mediodía, siendo el puesto de honor, reservado para el canto del evangelio, y la parte donde se colocaban los hombres en el senatorium; el lado izquierdo, en cambio, daba al norte, y en él se leía la epístola y se colocaban las mujeres en el matroneo. Invertida la posición del celebrante y del altar, pudo haberse cambiado también la derecha y la izquierda de este último; pero esto no se llevó a efecto, mejor dicho, no se aceptó, y así quedó la derecha reservada a la epístola, la izquierda al evangelio. Es oportuno recordar, además, el alto concepto que tenían los antiguos cristianos de la dignidad excelsa del altar. El motivo de tan profunda veneración era el sacrificio de Cristo que sobre aquél se celebraba. Quid est enim altare, nisi sedes corporis et sanguinis Christi? (3) escribía Optato de Mileto. Más claramente se expresa el Crisóstomo: "El misterio de este altar de piedra es estupendo. Por su naturaleza, la piedra es solamente piedra, pero se convierte en algo sagrado y santo por la presencia del cuerpo de Cristo. Inefable misterio, sin duda, que un altar de piedra se transforme, en cierto modo, en el cuerpo de Cristo." En Alejandría, en el siglo IV se rendía homenaje a la santidad del altar, pero asociando a él la obra misteriosa del Espíritu Santo, que desciende para efectuar la transubstanciación. Como ya dijimos, la epíclesis se consideraba en Oriente como el punto culminante de la acción eucarística. Consiguientemente, el altar es una mesa santa, sin mancha, que no puede tocarla cualquiera, sino los sacerdotes y con circunspección religiosa . Por eso, según la antigua disciplina, nada podía colocarse sobre el altar que no sirviese directamente para el sacrificio. El célebre mosaico de San Vital, de Rávena (s.VI), no muestra efectivamente sobre el altar más que los elementos eucarísticos. Y cuando el emperador Constancio (337-350) propuso restablecer la paz religiosa entre católicos y donatistas en África, mandando allá en misión a Pablo y Macario, corrió un día la voz de que la paz se sellaría en la misa y que el busto del emperador, conforme a la usanza pagana del tiempo, sería colocado sobre la mesa del altar . La noticia produjo consternación en los cristianos, que consideraron aquello como un sacrilegio . En realidad no se llevó a efecto. Conforme a tales criterios, ante el altar se realizaban algunos de los actos más solemnes de la vida: se daba libertad a los esclavos de la gleba, se hacía el ofrecimiento de los niños para consagrarlos al estado monástico, se refrendaba el juramento tocando la mesa del altar, se deponían sobre él ciertas importantes misivas, así como el texto de las gracias más ardientemente deseadas, las ventas, las donaciones, las actas públicas; en una palabra, los documentos más trascendentales. También hoy la Iglesia manifiesta los mismos sentimientos de antaño hacia el altar, ordenando al celebrante que lo bese varias veces durante la misa y las vísperas y reservando a él solo, excluidos los ministros, la facultad de poner las manos sobre la mesa durante el santo sacrificio. La ya aludida concepción del altar símbolo de Cristo, tan común en la Iglesia antigua, podía ser de un verismo mucho mayor por el hecho de que entonces había un solo altar en cada iglesia. Ya San Ignacio de Antioquía, hacía hincapié en esta unicidad del altar para deducir la unidad que debe reinar entre los fieles: Studeatis igitur una eucharistia uti; una enim est caro D. N. I. C. et unus calix in unitatem sanguinis ipsius, unum altare , sicut unus episcopus (4). Más tarde, San Cipriano, en el mismo sentido material y moral, escribía: Deus unus est et Christus unus et una Ecclesia et Cathedra una super petram Domini voce fundatam. Aliud altare constitui aut sacerdotium, non potest (5) . De las cuales palabras se hace eco San Jerónimo cuando dice: Unum altare habet Ecclesia, sed altaria haereticorum plurima: tot habent altaría quot schismata (6). Si algunos Padres del siglo IV (San Ambrosio y San Paulino) hablan de altaria (pl.), no quieren referirse a una efectiva pluralidad de altares, sino que usan el término en plural conforme al uso clásico. Los siete altares que, según el Líber pontificalis, hizo erigir Constantino en la basílica lateranense, no servían para la celebración de la misa, sino para poner sobre ellos las ofrendas de los fieles.
La norma del altar único, y, consiguientemente, de la mesa única, que todavía conservan la Iglesia griega y los ritos orientales, comenzó a ser infringida en Occidente en tiempo del papa Símaco (+ 514) o quizá antes. A ello contribuyó la difusión del cristianismo en las poblaciones rurales, el creciente número de sacerdotes que celebraban incluso varias veces al día, el culto a las reliquias de los mártires, y más tarde, de los confesores, a los que se dedicaban altares; el multiplicarse las misas privadas, especialmente las de difuntos, celebradas antes en los cementerios y ahora en las iglesias, donde se enterraban los difuntos, y, en fin, ciertas limitaciones impuestas al uso del altar, restos de la antigua disciplina unitaria. A partir del siglo VI, tenemos testimonios positivos acerca de la presencia de varios y hasta de muchos altares en una misma iglesia. A través de una carta de Gregorio Magno al obispo de Saintes, en las Galias, a la que acompañaba ciertas reliquias para su iglesia, sabemos que ésta tenía tres altares, cuatro de los cuales no podían consagrarse por falta de reliquias. En el siglo IX, la iglesia de San Galo, en Suiza, es proyectada de modo que pueda contener diecisiete altares. Sin embargo, debía de haber abusos en esta materia, porque un capitular carolingio del año 805 prescribe que no se construyan más altares de los necesarios, ut non superflua sint in ecclesiis (7). Podemos concluir que si bien la praxis secular de la Iglesia Latina admitió una pluralidad de altares, nunca perdió de vista la ideal unicidad del altar cristiano ya que distinguió siempre entre el Altar Mayor y los altares menores. En las iglesias medievales éstos estaban adosados en las naves laterales y jamás estaban adornados con ciborios; en otras iglesias, como en la basílica de San Pedro, para no romper la convergencia de todo el edificio hacia el altar central, se prefirió construir capillas externas independientes. En otras iglesias, especialmente las góticas, los altares menores se dispusieron en el deambulatorio del ábside en forma de corona radial alrededor del Altar Mayor.
NOTAS
Capítulo 20: El Altar Fijo (materia y memoria martirial) (I) (11/06/2011)
Con la paz de Constantino, el altar entra en una nueva fase. Ésta presenta tres características importantes: a ) Abandona la madera y se construye preferentemente con materiales sólidos (piedra, mármol, metales preciosos). b ) Se fija de manera estable en el suelo. c ) Se asocia, por lo regular, a las reliquias de los mártires. Esta evolución del altar se verifica contemporáneamente y, casi podríamos decir, de improviso en la primera mitad del siglo IV tanto en Oriente como en Occidente. Los Padres y escritores de la época nos dan el testimonio explícito; el Líber Pontificalis aduce también un pseudo-decreto análogo del papa San Silvestre (314-335), pero este dato no parece atendible. ¿Cómo se llegó al altar fijo, de piedra, y a asociarlo a las reliquias de los mártires? El problema no se ha resuelto todavía claramente. Podemos, sin embargo, señalar algunas inducciones: a ) La movilidad primitiva del altar de madera se mantuvo como norma en los siglos de las persecuciones para evitar posibles profanaciones de una cosa tan santa como era la mesa del sacrificio; pero, una vez que la Iglesia tuvo plena libertad de culto, era natural que cesara aquella cautela. b ) En el desarrollo de la arquitectura basilical, que en esta época recibió en todas partes extraordinario impulso, el altar de piedra respondía mucho mejor a las nuevas exigencias constructivas y decorativas del templo. También el ejemplo de los altares paganos, de forma y materia similares, pudo haber sugerido, no digo la imitación, pero acaso la tendencia hacia el tipo de altar pétreo; en realidad, se dio con frecuencia el caso de transformar en altar cristiano las aras paganas: “ Commutantur in ecclesias delubra, in altaria vertuntur arae ," (1) decía más tarde San Pedro Crisólogo (452). c ) El concepto primitivo de que Cristo es el altar místico de su sacrificio y, como él mismo dijera, la piedra angular sobre la cual debe edificarse el templo espiritual de los fieles, debió de influir en la preferencia por el altar de piedra para que éste se mostrase en realidad símbolo vivo de Cristo. Por lo que hace a la práctica de asociar el altar con la tumba del mártir, pudieron haber contribuido a ello factores históricos y, acaso más todavía, elementos simbólicos. Citaremos algunos: 1) El desarrollo creciente del culto litúrgico a los mártires, culto que en Roma comienza a afirmarse en la segunda mitad del siglo III y se expresa concretamente en las primeras listas oficiales de la Iglesia, al comienzo del siglo siguiente (Calendario Filocaliano). 2) La unión mística de los mártires con Cristo. Si el altar representa a Cristo, Cristo no puede estar completo sin sus miembros. Los mártires son ciertamente miembros de Él, miembros gloriosos del Cristo glorioso, los cuales lavarunt stolas suas in sanguine Agni (2) , y, por tanto, tienen su puesto sub altare Dei (3). Esta frase del Apocalipsis fue escrita evidentemente en un sentido simbólico, pero fue traducida a la realidad el día en que las reliquias de los mártires pudieron descansar bajo el altar. San Ambrosio comenta así las palabras de San Juan: Succedant victimae triumphales in loco ubi Christus hostia est. Sed ille super altare, qui pro ómnibus passus est; isti sub altari, qui illius redempti sunt passione (4). 3) La idea de asociar al sacrificio de Cristo el sacrificio de los mártires, que, en cierto modo, completa el valor de aquél, según las palabras de San Pablo: “Me siento feliz de sufrir por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su cuerpo (místico), que es la Iglesia.” Precisamente porque los sufrimientos de los miembros de la Iglesia deben, en cierto sentido, completar el sacrificio de Cristo, las sepulturas gloriosas de sus mártires fueron consideradas como el complemento y el soporte más a propósito de la mesa sacrificial. 4) El deseo, tan arraigado en el sentimiento religioso de aquella época, de permanecer en comunión con los difuntos mediante un banquete sagrado preparado sobre su misma tumba. Por analogía, se quiso colocar la reliquia del mártir allí donde la comunidad celebrase el místico festín de la eucaristía. De esta manera, a través del sacrificio y de la manducación del cuerpo de Cristo, renovaban perennemente los cristianos el vínculo de unión con el difunto. En el siglo IV, el altar de piedra, asociado a las reliquias de los mártires, se presenta bajo tres formas principales:
a ) En el tipo tradicional de mesa, es decir, formado por una mesa de piedra casi cuadrada, ligeramente excavada y modelada en la superficie superior y sostenida por una columna central o por cuatro columnitas en los ángulos. En algún ejemplar puede apreciarse alguna ligera decoración simbólica (palomas, corderos, monograma de Cristo) en la parte anterior de la mesa o en las columnas. Las reliquias, si las había, se introducían en el espesor de la mesa o en los pies de la columna que la sostenían. A este tipo pertenecen los antiquísimos altares de Crussol (s.VI), de Grado (s.VII), de Baccano, cerca del lago Bracciano (s.Vl); de Auriol (s.v) y pocos más. b ) En forma de cubo vacío, dentro del cual se colocan las reliquias; en la parte anterior, una verja de hierro o una transenna de mármol ( fenestella confessionis ) permiten ver la urna, y a través de ella puede llegarse directamente hasta las reliquias para colocar sobre ellas pañuelitos o lienzos ( brandea ) u otros objetos. El altar de la basílica de San Alejandro, en Roma (s.V), es el ejemplo más antiguo de esta segunda forma; otro bastante interesante (s.VI) es el de San Apolinar in Classe, de Rávena c ) En forma de cubo, pero macizo, levantado sobre el sepulcro del mártir ( confessio ) cuando éste yace por debajo del nivel del suelo. Para llegar a las reliquias se desciende por una rampa bajo el pavimento y por una puerta ( ianua confessionis, puerta de la confesión ) se entra en la celda ( cella ) sepulcral del mártir. Con frecuencia, pequeños orificios ( cataractae ) establecían comunicación directa entre el altar y la cella. A este tipo pertenece el altar erigido sobre la tumba de San Pedro.
La nueva forma del altar-tumba no se impuso en la Iglesia sin dificultad. Conocemos, en efecto, las protestas de Fausto de Milevi, uno de los corifeos del maniqueísmo, y las de Vigilando, sacerdote de Barcelona. Contra los errores de Fausto escribió San Agustín, dando, entre otras cosas, la explicación teológica y didáctica de la nueva práctica admitida por la Iglesia: “Populus christianus memorias martyrum religiosa solemnitate concelebrat, et ad excitandam imitationem, et ut meritis eorum consocietur atque orationibus adiuvetur: ita tamen ut nulli martyrum, sed ipsi Deo martyrum constituamus altaria. Quis enim antistitum, in locis sanctorum corporum assistens altari, aliquando dixit: Offerimus tibí, Petre, aut Paule, aut Cipriane? Sed quod offertur, Deo offertur qui martyres coronavit, apud memorias eorum quos coronavit; ut ex ipsorum locorum admonitione maior affectus exurgat ad acuendam caritatem et in illos, quos imitari possumus, et in illum, quo adjuvante possumus” (Contra Faustum lib. XXI c.21) (5) A las objeciones de Vigilancio respondió San Jerónimo reivindicando la legitimidad del culto a los mártires y del honor que a ellos se daba en el altar. La costumbre de asociar al altar la memoria de los mártires, que encontró unánime simpatía en el mundo cristiano, juntamente con la erección de múltiples iglesias, condujo a la búsqueda febril de reliquias para la dedicación de los nuevos altares cuando, como sucedía más frecuentemente, la iglesia no se construía junto al sepulcro de un mártir. A este respecto conviene observar que la disciplina de la Iglesia de Roma era distinta de la de Oriente. Roma hasta el siglo VII, a pesar de las insistentes y autorizadas peticiones, no consintió jamás en trasladar los cuerpos de los mártires de sus sepulcros, ni tampoco en separar de ellos una parte; la tumba de los mártires era inviolable. Sin embargo, en lugar de enviar verdaderas reliquias, lo que hacía era mandar como regalo reliquias equivalentes, esto es, pañuelitos ( brandea, pallióla ) que habían tocado el sepulcro del mártir, o trocitos de tela empapados en su sangre, o lamparillas de aceite encendidas ante su tumba. Por el contrario, en Oriente y en Italia septentrional, que seguía la disciplina oriental, el traslado de los cuerpos de los mártires y su fraccionamiento se hicieron pronto comunes. Son conocidísimos los traslados hechos por San Ambrosio de los santos mártires Gervasio y Protasio a la basílica por él construida, de los Santos Vital y Agrícola desde Bolonia al altar de la basílica de Florencia, de los Santos Nazario y Celso a la basílica de los Apóstoles. San Gaudencio, amigo suyo y obispo de Brescia, recogió en sus viajes un verdadero tesoro de reliquias para su basílica, a la que quiso llamar pomposamente concilium sanctorum (6) . Originariamente, la lista de las reliquias -algunas veces numerosas- que se colocaban en el altar, venía escrita sobre el altar mismo; más tarde, esa misma lista, escrita en pergamino ( pittacium ) , se encerró en la capsella que las contenía, como todavía es uso recomendado por el Pontifical. Se conservan varias capsella metálicas antiquísimas, como la de San Nazario, plateada, en Milán, del 382; se colocaban en un hueco a propósito, hecho en la base del altar o bien excavado en el espesor de la mesa, según la costumbre generalizada después. Las reliquias no eran solamente de mártires, sino también de confesores, de vírgenes o relacionadas con la Virgen o con Nuestro Señor. Conviene, sin embargo, observar que, por más que la costumbre de colocar reliquias en los altares se extendiera muchísimo, no siempre podía llevarse a la práctica por falta de reliquias. Por eso se buscaban substitutivos. Véase por qué en el siglo IX surge una curiosa usanza, subrayada por vez primera en un canon del concilio de Celchyth (816), en Inglaterra, el cual sugiere colocar como reliquia sobreeminente la santísima eucaristía: “ Et si alias reliquias intimare non potest, tamen hoc máxime proficere potest, quia Corpus et Sanguis est D. N. I. C.” (7) En esta época, sin embargo, vemos ya que la Santísima eucaristía (en tres hostias o partículas) se colocaba igualmente aún cuando no faltasen las reliquias. Los tres granos de incienso que hoy se usan en el rito de la dedicación consta que estaban ya en uso en aquel tiempo y que guardaban relación con las tres hostias consagradas sepultadas en el altar. El uso se extendió a todo el Occidente, incluso a Italia; los libros litúrgicos de la época contienen las correspondientes rúbricas. La antigua disciplina de la Iglesia latina que asociaba a los mártires con el altar, ha estado todavía en vigor hasta hace muy poco. Para que un altar pudiera consagrarse lícitamente debía poseer en la mesa un sepulcro, esto es, una pequeña hendidura con las reliquias de los santos, de las cuales dos por lo menos tenían que ser de mártires. NOTAS
Capítulo 19: El altar cristiano. 1ª Parte: El Altar primitivo (4/06/2011)
La Misa es el centro del culto de la Iglesia, y el altar, el eje alrededor del cual gira toda su Liturgia. Por eso, la Iglesia tributa al altar honores soberanos, como símbolo de Cristo e imagen de aquel altar celeste en que, según las visiones del Apocalipsis, Jesucristo perpetuamente sigue ejerciendo por nosotros las funciones de su eterno sacerdocio. La historia del altar cristiano comprende varias fases, que serán tratadas en los capítulos siguientes. 1. El altar primitivo. 2. El altar fijo, de piedra, asociado a las reliquias de los mártires. 3. El altar con retablo. 4. El altar-tabernáculo El Altar Primitivo. Cuando, en la edad apostólica y post-apostólica, el rito agápico no había hecho aún la separación entre la mesa del banquete y la del sacrificio, el altar quizá no era un objeto litúrgico; servía para tal fin una de las mesas en forma de ese griega en torno a las cuales los fieles habían comido fraternalmente; y, más en concreto, aquella sobre la cual el obispo con los presbíteros había consagrado el pan santo. He ahí por qué no existió en este primer período un altar propiamente dicho, como solían concebirlo los paganos, que acusaban efectivamente a los cristianos de ateísmo ; pero muy pronto, al afirmarse más y más el misterio eucarístico, distinguiéndose del banquete agápico, el rito consecratorio vino a celebrarse sobre una mesa especial ( mensa, altare ), la mensa dominica ( trápeza kyriou ) (1), como la llama San Pablo, constituida probablemente por una de aquellas mesas trípodes (t ribadion ) que formaba parte del mobiliario de toda casa patricia. Los diáconos, que cuidaban de ella, la colocaban, en el momento oportuno, en el lugar designado y disponían sobre ella el pan y el vino que había de consagrar el celebrante. Así describen los Acta Thomae (final del s.II) la preparación del rito eucarístico: Imperavit autem Apostolus diácono suo ut mensam iuxta poneret; apposuerunt autem subsellium, quod ibi invenerant, et, strato linteo, imposuít panem benedictionis ... (2)
También San Cipriano, hablando de una reunión eucarística, alude a algo semejante: “ Considentibus Dei sacerdotibus, et altare pósito ." (3) La representación más antigua de un altar trípode cristiano se halla en la llamada capilla de los Sacramentos, en el cementerio de Calixto, y data de principios del siglo III. Junto a la figura simbólica del banquete eucarístico, un personaje vestido de capa permanece en pie delante de una mesa de tres pies, sobre la cual han sido colocados un pan y un pez, mientras extiende sobre estos elementos la mano derecha en ademán de consagrarlos. Esta movilidad del altar respondía al concepto que de él tenía el cristianismo, muy distinto del de los paganos. Para éstos, lo que contaba era el soporte material del sacrificio (el ß?µ?? = altar, como lo llamaban); para los cristianos, más importancia que el objeto material tenía la acción mística, el sacrificio de Cristo, que allí se realizaba. Con todo, el fin eminentemente sagrado a que servía debió muy pronto asegurar a la mesa eucarística una atención especial, y fue causa de que se la considerara como "objeto litúrgico" ; más aún, como res sacra (4), porque, como observaba Orígenes, estaba consagrada por la sangre de Cristo. El altar-mesa de los tres primeros siglos traía, pues, su origen de la mesa agápico-eucarística, y, consiguientemente, era de madera, de forma circular o cuadrada, y de amplitud suficiente para poder contener los elementos eucarísticos y algunas veces otras ofrendas que, según atestigua la Traditio, se colocaban sobre ella para ser bendecidas. En África eran de madera todavía los altares que en el siglo IV los donatistas, en su fobia anticatólica, devastaban, utilizando la madera para calentar el agua que echaban en los cálices. San Agustín cuenta las violencias por ellos perpetradas contra Maximiano, obispo de Bagai, golpeado con los travesaños del altar junto al que se había refugiado. " San Atanasio refiere también que, cuando los arríanos invadieron su iglesia de Alejandría para poner como obispo a un tal Jorge, hicieron saltar el trono episcopal y la mesa de madera del altar, pegándole a éste fuego. Los altares de madera duraron largo tiempo en la Iglesia; tanto, que en la época de los carolingios fue necesaria una orden especial que los prohibiera; este material, que presentaba no pocos inconvenientes, al comenzar el siglo IV fue poco a poco substituyéndose por la piedra. Sin embargo, la primera disposición prohibitoria del altar de madera se encuentra en el concilio de Epaón, del año 517, en la Borgoña. Por esta época y también en Oriente, los altares de madera que quedaban fueron abandonados prácticamente.
En la basílica lateranense se conservan restos de un altar de madera sobre el cual dícese que celebró San Pedro. Lo describen ad modum arcae (5), esto es, excavado en su parte superior, como generalmente eran los altares antiguos y las mismas aras paganas. También en Santa Pudenciana se cree poseer los restos de un altar de madera análogo. Sin embargo, la autenticidad de estos altares, a juicio del P. Braun, es, por lo menos, bastante dudosa. Es opinión común entre los tratadistas, que durante el período de las persecuciones se celebró frecuentemente la misa en los cementerios cristianos, usando como mesa de altar la lápida o piedras que cubren los sarcófagos de los mártires, sobre todo aquellos cuya tumba se había construido en una bóveda o arcosolio. El P. Braun cree que semejante opinión carece de fundamento serio, porque no se funda en prueba alguna escrita o monumental. El Líber Pontifícalis cita, sí, un decreto del papa Félix (269-274): Hic constituit supra memorias martyrum missas celebrari (6) pero este decreto es tenido por todos como apócrifo. De todos modos, si la eucaristía, en casos extraordinarios, se celebró allí, como, por ejemplo, con ocasión de la deposición de algún cadáver, se colocó delante del sepulcro del mártir la mesa de madera que hacía de altar. Los altares hoy existentes en los antiguos cementerios cristianos, son todos posteriores al siglo IV. NOTAS
Capítulo 18: Los Oratorios (28/05/2011)
Junto con los edificios verdaderos y propios del culto, destinados al servicio religioso de todos los fieles, encontramos memoria en la antigua Iglesia de especiales lugares sagrados, llamados oratorios, erigidos exclusivamente para el uso privado de una familia o de un restringido número de personas físicas o morales. Cuando se piensa que desde la edad apostólica fue siempre numeroso en la Iglesia el número de almas más fervorosas, las cuales, además del servicio litúrgico oficial, se dedicaban en sus propias casas, en determinadas horas del día y de la noche, a realizar particulares ejercicios de piedad, es natural suponer que, al menos en las habitaciones patricias, existiese un lugar adaptado para esto, en el cual los miembros de la familia se reunían para la oración, guardando la sagrada Eucaristía; a veces hacían también celebrar misas privadas. Son varios los monumentos de este género descubiertos recientemente en Roma y en otras partes que con toda probabilidad se remontan a la época preconstantiniana. Los mismos paganos, por lo demás, tenían sus santuarios domésticos; y sabemos que Alejandro Severo (c.230) tenía en su oratorio, entre otras, la imagen de Cristo. De todos modos, de tales oratorios se tiene una cierta mención en los escritos y en la literatura canónica de los siglos IV y V. Eusebio refiere que Constantino después de su conversión quiso tener un oratorio en el propio palacio de la ciudad y en el del campo. San Gregorio Nacianzeno, San Gregorio Magno y San Gregorio de Tours aluden al oratorio que formaba parte de su residencia episcopal. De semejantes capillas estaban también dotados los hospitales y hasta las casas patricias. Leemos de Santa Melania, todavía niña, que, no pudiendo dirigirse a la iglesia de San Lorenzo para la solemne vigilia nocturna, pasó la noche rezando de rodillas en el propio oratorio doméstico. Paulino, biógrafo de San Ambrosio, narra de él que un día trans Tiberim, apud quamdam clarissimam invitatus, sacrificium in domo obtulit (1). Esta práctica, común tanto en Oriente como en Occidente de celebrar en oratorios privados, no estaba de suyo prohibida; pero, porque daba fácil ocasión a desórdenes, la legislación canónica desde el siglo IV se preocupó de regularla poniendo restricciones. Los concilios de Laodicea (320) y de Gangra (338), en Oriente, y el de Cartago (39), en África, prohíben las misas in privatis domibus, inconsulto episcopo (2). San Agustín, hablando de los oratorios, recomienda que sirvan sólo al fin para el cual fueron instituidos, es decir, para hacer oración: In oratorio, praeter orandi et psallendi cultum, nihil penitus agatur, ut nomini huic et opera iugiter impensa concordent (3). Algún tiempo después, la narración 58 de Justiniano corrobora las mismas ideas; y, reprendiendo la excesiva frecuencia de las reuniones litúrgicas en los oratorios, la declara lícita, solius orationis gratia (4). El oratorio entendido así, como satisfacción de la piedad individual, se mantuvo siempre en la Iglesia en todas las épocas de su historia. Lo encontramos en las primitivas comunidades monásticas masculinas y femeninas, como en los monasterios de Melania, en Jerusalén (s.V), y de San Benito, en Subiaco y Montecassino; entre los muros de las capillas feudales del Medioevo, en las soledades selváticas de los montes, para servicio de los eremitas en su vida contemplativa, y, en tiempos más recientes, al lado de los palacios nobles, sombreado por pinos, como sagrado asilo de paz en medio de las ruidosas pompas de la vida mundana.
Pero con el extenderse la evangelización y la civilización en las campiñas, los oratorios asumen un marcado carácter público de iglesia sucursal para servicio de un grupo más o menos grande de fieles que vive aislado y lejos de la ciudad y de la iglesia episcopal. Los grandes terratenientes de los siglos VI-VII, que deseaban atraer de los poblados y de las villas hombres a sus dominios y asegurarlos establemente, no olvidaron nunca el levantar junto a sus casas un oratorio o capilla y de alojar allí un sacerdote. Es de estos núcleos primordiales de vida religiosa y civil de donde tienen origen la mayor parte de los antiguos barrios e iglesias parroquiales. En estos modestos oratorios de campaña, la vida litúrgica era necesariamente muy limitada y en estrecha dependencia de la iglesia principal. El concilio de Agde (506) prescribe sobre el particular que en los días más solemnes del año, como Pascua, Navidad, Epifanía, Ascensión, Pentecostés y San Juan Bautista, el pueblo debía acudir a oír la misa en la propia parroquia, y castiga con la excomunión a los sacerdotes que en dichas fiestas, sin el permiso del obispo, celebrasen en los oratorios rurales. Casi todos los sínodos del Medioevo puede decirse que insisten fuertemente sobre esta disciplina litúrgica, que tutelaba en los pueblos, mediante una sabia organización jerárquica, la unidad y la pureza de la fe. NOTAS:
Capítulo 17: Las iglesias modernas (21/05/2011)
No entiendo con este término referirme simplemente a una época, es decir a los templos normalmente surgidos en la primera mitad del siglo XX, sino a aquellos erigidos según los cánones de aquella corriente artística que se consolidó sobretodo en los inicios del siglo pasado en el campo de la técnica constructiva y por tanto en los edificios de culto y que tomó el nombre de “arquitectura racional”. Los arquitectos de este nuevo estilo han partido de la idea que las varias formas en las cuales se ha expresado el arte en los siglos pasados están muertas como muertos están el espíritu y las instituciones a ellos contemporáneas. Por lo cual, renovarlas sería como querer galvanizar un cadáver y por ello han intentado crear nueves formas arquitectónicas independientes del pasado, pero según su criterio, en consonancia con el espíritu y las exigencias de la vida moderna. Con este propósito se sirven de todos los recursos técnicos hallados en los últimos decenios y en primer lugar del cemento armado u hormigón en todas sus varias aplicaciones. Así pues, la nueva arquitectura asume un carácter científico y mecánico, mediante el cual, la razón técnica y las preocupaciones prácticas prevalecen sobre el sentimiento, y los tradicionales procedimientos decorativos desaparecen para dar lugar a líneas puramente geométricas. Grandes masas rectangulares, fachadas altas y desnudas, grandes vacíos cubiertos de vidrieras, a través de las cuales pasan el aire y la luz en abundancia. He aquí como los arquitectos modernos ven los nuevos edificios. Las iglesias construidas según estos criterios son raras en los centros históricos y cascos antiguos de las ciudades españolas, italianas o francesas, por ejemplo, pero muy abundantes en los nuevos barrios de estas o en las ciudades del centro y norte de Europa especialmente después de la 2ª Guerra Mundial.
A partir de un examen de las experiencias realizadas hay que reconocer que si ciertamente algunas de estas con sus “audacias” contrastan demasiado fuertemente con el gusto estético religioso especialmente del pueblo fiel, aún tradicional por su educación y por su ambiente de vida, en cambio no pocas, modelando ingeniosamente el hormigón a formas y efectos decorativos singulares, muestran una línea y una majestad no del todo indignas de la Casa de Dios. La desaparición del muro cerámico y la aparición de elementos de hormigón armado y metálicos dieron como resultado algunas imágenes más cercanas a la construcción industrial que a la religiosa. Sin embargo la utilización de estos nuevos materiales permitió la realización de edificios de grandes dimensiones con un coste relativamente bajo.
Hay que confiar que el novísimo arte contemporáneo, en manos de hábiles maestros, después de mayores y más maduras experiencias, y espiritualizando las propias formas, más de lo que lo han hecho hasta ahora llegue a producir iglesias que puedan rivalizar en una expresión de verdad y belleza con los mejores templos de los siglos cristianos. En los años 90 se observa la aparición de sistemas estructurales nuevos como son la madera laminada o el desarrollo de otros ya existentes como son los sistemas espaciales a base de elementos metálicos. Estos sistemas aportan sensaciones de luminosidad, ligereza y cercanía. La progresiva sustitución del hormigón “a vista” por materiales nobles en el uso decorativo como el mármol, el ladrillo cerámico, el hierro forjado, la misma madera, el vidrio artesano, como en la nueva catedral de Los Ángeles del arquitecto Moneo, quizás abra la nueva arquitectura a una nueva esperanza.
Capítulo 16: El problema iconográfico neoclásico (14/05/2011)
Desde el punto de vista iconográfico este periodo de la historia artística, a pesar de las exhortaciones del Concilio de Trento y algún noble tentativo tanto en Italia como fuera de ella, ha dado inicio a una decadencia que aún perdura y que se cierne siniestramente sobre todo el arte religioso. Rechazadas por el Renacimiento todas las tradiciones decorativas del arte medieval, bajo el influjo del espíritu paganizante, se liquidaron de los muros de las iglesias aquellos ciclos de composiciones sagradas que tan perfectamente completaban la instrucción del pueblo cristiano elevando el alma hacia los misterios de Dios. En parte se sustituyeron por los cuadros al óleo colocados sobre el altar como doseles o colgados en las paredes, generalmente sin coordinación conceptual entre ellos. Además el hecho de reemplazar la vidriera historiada por los ventanales blancos quitó al ambiente sacro aquel misticismo poético del que hasta entonces disfrutaba, convirtiéndola en una gran sala cualquiera, bajo las espaciosas bóvedas de la cual, las composiciones “tiepolescas” (Juan B. Tiépolo fue el último gran pintor barroco) a modo de ilustración, con remolinos de nubes, poco se diferencian de las escenas mitológicas de un salón o de un teatro de la época. Solamente en muchos casos, las hojas de las puertas de bronce, el artesonado o la cúpula de los oficios sacros del XVIII han dado origen a alguna noble composición o desarrollo cíclico de carácter más orgánico y tradicional.
Resumiendo, debemos tristemente confesar que este periodo de la historia moderna después de haber subvertido todas las reglas de la iconografía tradicional, no ha sabido sustituirlas por nada o por bien poco de sustancial. Si algún artista ha intentado interpretar de manera original el pensamiento cristiano sin embargo no ha sabido dar vida a una verdadera, fecunda y nueva escuela iconográfica sagrada. A pesar de ello, las fuentes de la antigua inspiración artística no se han agotado. La fe, con sus eternas verdades, la Escritura y el Evangelio con sus historias, la vida maravillosa de los santos, la liturgia con sus ritos, constituyen una mina inagotable donde cualquier artista que cree y tiene sensibilidad, siempre puede encontrar materia abundante para expresarse, en las formas y maneras más adaptadas a su genio. En ellas siempre puede descubrir el manantial, y con él el admirable secreto, para crear y comunicar con clara y noble eficacia a la mente y al corazón del pueblo.
Capitulo 15: Las iglesias de arquitectura neoclásica (7/05/2011)
Los últimos decenios del siglo XVII dieron vida a muchos edificios nobles que aunque privados de una verdadera originalidad se sirvieron de un acertado eclecticismo para asociar la tradicional planta de la basílica latina, el impulso de la cúpula renacentista y la aportación de la decoración barroca. En parte consiguieron devolver el sentido del sagrado recogimiento en la iglesia, del que los fastuosos edificios renacentistas se habían alejado. Puede ser un magnífico intento la iglesia de la Anunciación de Génova, erigida por Domenico Rusticone. En Francia el bárroco evolucionó hacia el recargado rococó y en los edificios religiosos una de las primeras reacciones contra el rococó fue la fachada de la Iglesia de Saint Sulpice del florentino Giovanni Niccolò Servandoni, muy alterada después. El mayor ejemplo fue el Panteón de París , originalmente iglesia de Ste-Geneviève y posteriormente transformado en mausoleo nacional, proyectado por Jacques-Germain Soufflot y construido entre 1757 y 1791 , con cúpula inspirada en la de la Catedral de San Pablo de Londres . La ligereza de su construcción se debió a investigaciones sobre las características de resistencia y elasticidad. De Jean Chalgrin , la iglesia de Saint-Philippe-du-Roule ( 1772 - 1784 ), también en París, es remarcable por su nave cubierta por bóveda de cañón decorada con casetones e impostada sobre columnas jónicas. A pesar de las modificaciones (apertura de ventanas) en el siglo siguiente, el esquema ejerció cierta influencia. Ya en el siglo XIX, en época napoleónica, la iglesia de la Madeleine se incluye en el denominado estilo Imperio. Destinada inicialmente a iglesia de planta basilical, en 1806 Napoleón impulsó su transformación en un Templo de la Gloria , modificando radicalmente el proyecto original para asimilarlo a un colosal templo romano. Mientras en el exterior esa relación es evidentísima, en el interior se limitó a articular el espacio mediante una serie de bóvedas inspiradas vagamente en la modularidad de las termas romanas.
Italia prefirió recrear sus modelos antiguos ya bien avanzado el siglo XVIII y en los comienzos del siglo XIX. El modelo del Panteón de Agripa en Roma se repite en un gran número de templos, como el de la Iglesia de la Gran Madre de Dios (Turín) y Iglesia de San Francisco de Paula (Nápoles) , ambos terminados en 1831 , que reproducen el pórtico octástilo y el volumen cilíndrico del Panteón. En España, el barroco del siglo XVII y la primera mitad del siglo XVIII había evolucionado por obra de los hermanos Churriguera hacia una recargada decoración en todas sus expresiones dejando una sorprendente serie de monumentos religiosos y de palacios, residencias y colegios, tanto en la Península como en los virreinatos de América. El contraste entre la arquitectura churrigueresca y la modalidad académica o neoclásica fue tan rudo, que parecían fenómenos artísticos en dos mundos opuestos. En la segunda mitad del siglo XVIII, se impuso el gusto neoclásico impulsado por la Academia de Bellas Artes de San Fernando . En Madrid la iglesia de San Francisco el Grande ( Francisco Cabezas y Francesco Sabatini -autor también de la Puerta de Alcalá ). Fuera de Madrid destaca la obra de Ventura Rodríguez ( catedral de Pamplona y capilla de Nuestra Señora del Pilar en Zaragoza)
Capítulo 14: Las iglesias del Barroco (16/05/2011)
Hacia la segunda mitad del siglo XVI empieza a desarrollarse en Roma un nuevo tipo de iglesia, cuya esencia planimétrica reside en la forma de aula a nave única, luminosísima, casi siempre cubierta de bóvedas, flanqueada por pequeñas capillas, casi escondidas tras enormes pilares divisorios y que concluye a la altura del presbiterio con una cúpula que deja de ser el motivo central como en las iglesias del Renacimiento, hacia la cual convergían todas las líneas del edificio, para pasar a ser casi la continuación de la bóveda de la nave. En lugar de los juegos de perspectivas formados por las múltiples naves de la iglesia gótica o renacentista, el largo espacio de la única nave principal se abre como la gran aula central de las antiguas basílicas. Planimetría sugerida por razones tan prácticas como que todos y cada uno de los fieles pudiesen cómodamente ver el altar y participar de las funciones litúrgicas, así como satisfacer la necesidad de un gran espacio único para la predicación que después del concilio de Trento recibió un enorme impulso. Y si además se tiene en cuenta la progresiva tendencia de aquellos tiempos a la grandiosidad y a la riqueza en todo aquello relativo a funciones, pompas, ceremonias como reacción al protestantismo, se comprenderá como se popularizó el nuevo estilo artístico de manera que casi no se abandonó hasta las puertas del siglo XX. El ejemplo más completo y más rico es la iglesia del Gesù en Roma, construida por G. della Porta en 1575. La fachada de esta iglesia y de muchas de este tipo, se muestra regularmente dividida en dos partes: una inferior, dividida por pilastras, correspondiente en longitud a la nave central y a las capillas laterales, y en altura al orden vertical de la nave central; y por otro lado otra superior, correspondiente al sobreelevado de la nave central, que acaba coronada por un frontón (tímpano) triangular.
La excesiva fastuosidad de las iglesias de finales del siglo XVI, estimulada por el gusto de la época, fácilmente iba a degenerar en lo rimbombante e hiperbólico; todo esto aconteció en Roma por obra y gracia muy especialmente de Gian Lorenzo Bernini (+1680) y de su escuela, que dio al arte en general y consecuentemente a la arquitectura una dirección y una impronta toda particular, llamada estilo barroco , vocablo que significa algo retorcido, recargado y artificioso. El barroco arquitectónico en su vertiente decorativa se caracterizará por el horror vacui, el miedo a los espacios vacíos. El barroco se caracteriza por una exagerada tendencia a la línea curva, quebrada, que sustituye a la línea recta en todas las partes arquitectónicas y decorativas del templo, dando lugar a un movimiento caprichoso pero lleno de vida. El barroco, más que en lo constructivo, ha sido original en lo decorativo. De ahora en adelante espirales, flores y figuras se levantarán sobre las líneas arquitectónicas y las romperán, convirtiendo la decoración en algo fantasioso, exuberante casi ilógica. Se podría decir que la iglesia se convierte en un lugar mágico donde aparecen trozos de cielo con gloria de santos y vuelos de ángeles por las bóvedas, las cúpulas, los ábsides, las cornisas, las columnas y al lado de las ventanas. En esta fantasmagoría todo está bien atado y fundido: arquitectura, pintura y relieves. El arte barroco con la aportación de sus estucos, de sus frisos y de sus dorados, tuvo tanto en Italia como fuera un enorme seguimiento, y su influencia domina aún gran parte de muchas de nuestras iglesias. El barroco ha sido la última forma artística verdadera y propia que en los tiempos más recientes ha dejado una huella duradera en los edificios y en el mobiliario y los ornamentos litúrgicos, aún cuando sea lícito discutir sobre la eficacia que haya podido ejercer en la formación espiritual de las últimas generaciones.
Capítulo 13: Las iglesias del Renacimiento (9/04/2011)
Como consecuencia de la progresiva decadencia de la vida religiosa y como reacción al arte gótico, que se había convertido en demasiado exuberante, surgió en la Toscana, en un primer momento tímidamente (s. XV) y después con mayor fuerza (s. XVI), un movimiento de retorno (Renacimiento) hacia las formas del antiguo arte clásico grecorromano, no sólo en el campo de la literatura sino en todas las Bellas Artes, que vivió un auge tal –ayudado en ello por la imprenta recién inventada- que en breve tiempo se puede decir que conquistó todos los países de Europa. Con el Renacimiento italiano los edificios sagrados de planta central vuelven a estar de moda y contrastan con los edificios de planta longitudinal que habían dominado durante el periodo románico y gótico. La Basílica de San Pedro en Roma, que ha sido el monumento más grandioso construido en esta época, en el proyecto original de Bramante y Miguel Ángel, era una iglesia de cruz griega con una gran cúpula central. Además en los edificios sagrados del ´400 y del ´500, tanto exterior como interiormente, predomina el carácter monumental, la simple línea arquitectónica, en deterioro del elemento decorativo casi descuidado o reducido a lo puramente útil y necesario. En línea general, la linterna gótica viene sustituida por la cúpula hemisférica, levantada sobre un tambor revestido de bandas y compartimentos arquitectónicos. Sobre los grandes portales, desapareció la legión de santos, se alargan los tímpanos triangulares o de arco rebajado, entero o a trozos, apoyados sobre columnas o pilastras en los entablamentos clásicos de vigas. Las jambas se adornan con guirnaldas (festones), de cascadas, de ramos de frutas colgantes; en la decoración vuelven las sirenas, los delfines, los geniecillos y los mascarones apotropáicos (a los que se les tribuye poderes protectores). Un espíritu paganizante domina en el interior de todo el ambiente sagrado. Salvo raras excepciones, no se encuentra una estatua, un bajorrelieve, un símbolo de fe; rosas y flores en el artesonado, guirnaldas en los frisos de las vigas, armas nobiliarias y escudos genealógicos en los pedúnculos de los arcos: el ventanal blanco sustituye a las vidrieras policromadas e historiadas. Incluso cuando el artista da vida a un tema figurativo religioso, casi siempre en los accesorios aflora un trazo y una referencia a temas profanos, una alusión mitológica. El arte que hasta entonces había sido eminentemente cristiano en su finalidad, en sus contenidos y en sus intentos didácticos, con el Renacimiento pierde paulatinamente su espiritualidad interior, su función didáctica, para convertirse únicamente la expresión de una belleza formal que va dirigida exclusivamente a los sentidos deja de cantar la gloria de Dios a las almas.
Si los arquitectos del románico y del gótico, permanecen anónimos pues desaparecen ante la centralidad de la gloria de Dios expresada por medio de ellos como indignos y humildes instrumentos de su Mano, son conocidos, buscados y retribuidos como artistas. Recordemos a los más celebres arquitectos de iglesias de este periodo: León B. Alberti (+1472) que levantó la cúpula de la Annunziata de Florencia y la Basílica de San Andrés de Mantua. Miguel Ángel Buonarotti (+1564) con su cúpula de San Pedro y Santa María de los Ángeles en Roma; Donato Bramante (+1514) con su San Pedro in Montorio, la Catedral de Pavía y Santa María de las Gracias en Milán, Antonio da San Gallo (+1546) con San Blas de Montepulciano; Galeazzo Alessi (+1572) con la Basílica de Santa Maria de Carignano (foto de cabecera) y la catedral de San Lorenzo de Génova.
Capítulo 12: Las iglesias góticas. Su teología y su desarrollo (y 2ª) (2/04/2011)
En general, las iglesias góticas tienen una fachada principal con tres o cinco portales, enteramente revestidos de estatuas en su inmenso tímpano; en el interior tres o cinco naves, de las que la central sobresale altísima; un transepto a una o tres naves formando como una fachada secundaria, un coro muy alargado con simple o doble deambulatorio fornido de capillas radiales; pilares cilíndricos con columnas adosadas, dos campanarios esbeltos, en forma de aguja, colocados en la fachada y formando con ella una unidad arquitectónica. Pero lo sobresale, entre la grandiosa y compleja masa constructiva, es el acentuado empuje ascensional en todas sus partes. Todo en ella empuja a elevar la mirada hacia arriba. El verticalismo informa todo el edificio, desde las pilastras hasta los pináculos. Ninguna duda que todo ello es la expresión de aquella sublime idea simbólica, la elevación del alma hacia Dios, que ha cristiana y noblemente inspirado todo el arte medieval. Resulta imposible hacer una relación de las principales catedrales e iglesias góticas de Francia, Alemania, Inglaterra o España, lugares todos ellos donde el místico canto del arte ojival floreció admirablemente con leves diferencias regionales. Todas ellas constituyen la mayor y más hermosa porción de los edificios sagrados. En Italia en cambio, el estilo gótico no fue entendido ni asimilado. Erigió los tres portales del Duomo de Génova y sobretodo el maravilloso Duomo de Milán.
En otros lugares de Italia el gótico no pudo abrirse camino en medio del sentido clásico de la serenidad y caracterizado por la línea horizontal; renunció a la agudeza de los rasgos ojivales y desdeñó “enmascarar” con decoraciones las nervaduras constructivas de las iglesias; fácilmente se mezcló con localismos y dio como resultado un estilo indeciso, frío, excepto cuando logró avivarse con una decoración pictórica. Los más nobles ejemplos de gótico en Italia son la Basílica de San Francisco en Asís, Santa María de Fiore, Santa Croce y Santa Maria Novella en Florencia, San Petronio en Bolonia y las catedrales de Orvieto y Siena así como no pocas iglesias dominicas y franciscanas de los siglos XIII y XIV, periodo áureo de su florecimiento. En estas últimas, los ciclos pictóricos bíblicos y hagiográficos, que con abundancia inagotable cubrieron la amplitud de los muros, reflejan el nuevo movimiento espiritual franciscano que en el misticismo medieval supo infundir un sentimiento más humano y real de la vida.
El arte gótico, inspirado en la liturgia que vivía su siglo de oro y en el profundo simbolismo cristiano del medioevo, perfeccionando una dirección ya señalada en las iglesias románicas, ha ideado y fundido admirablemente junto a la mole arquitectónica del edificio la más completa y grandiosa decoración iconográfica que nunca jamás haya sido realizada por el arte cristiano. Sobre los portones y tímpanos, bajo la guía de monjes y clero, ha expresado en delicadas formas estatuarias y con una eficacia hasta entonces jamás superada, la vasta summa de la enseñanza católica: la creación, la caída, la redención de Cristo, su nacimiento de María Virgen, su pasión y muerte, su resurrección, su glorificación a la diestra del Padre y su juicio final sobre vivos y muertos. Este es el tema grandioso, que con más o menos variaciones originales se desarrolló en el espacio triangular dejado por los amplios tímpanos biselados de los portones. En lugar de honor, en la puerta central, está Cristo que en el bajorrelieve del tímpano aparece en majestad, entre los evangelistas. Como Juez Supremo, o en el parteluz, como Maestro con el Santo Libro, con la derecha bendiciendo. A los lados del Salvador, los Apóstoles en cortejo, junto a las vírgenes prudentes y necias, la representación de las virtudes y los vicios, los santos de la diócesis. Uno de los portales está dedicado a la Virgen, cuyo culto experimentó un gran auge en el siglo XIII, sus antepasados, descendientes de la estirpe de David, forman la solemne galeria, La obra de la Creación, el castigo de Adán, la ley del trabajo expresada en el Calendario o en hermosos relojes monumentales, como el reloj astrónomico de Praga o populares como el Papamoscas de Burgos. Las artes liberales, la gramática, la dialéctica, la música, episodios de la vida gremial, ciudadana o familiar. En una palabra “todo lo humano y lo divino” (la naturaleza, la ciencia, la moral, la historia..) todo está presente en las iglesias góticas: es una enciclopedia esculpida, un catecismo en ejemplo, elocuente en todo momento a la mirada y al alma del pueblo.
Un programa similar, a menudo coordinado con el de los portales, se elaboró minuciosamente en las vidrieras historiadas de los ventanales y rosetones. Sólo pensar en las 10.000 figuras en los rosetones y vidrieras de los 125 grandes ventanales de la Catedral de Chartres, para hacerse una idea del conjunto iconográfico que el arte gótico ha sabido plasmar en sus iglesias. Y para concluir una referencia a mi catedral gótica española preferida, la de León, de la que el cardenal Roncalli, el futuro papa Juan XXIII dijo: “ tiene más cristal que piedra, más luz que cristal y más fe que luz”.
Capítulo 11: Las iglesias góticas. Su estructura (parte 1ª) (26/03/2011)
La evolución del arte románico en gótico aconteció imperceptiblemente. Empezó a revelarse hacia finales del siglo XII, para vivir su apogeo en los siglos XIII y XIV, y después su declive en el siglo XV, impactados por la ola demoledora del Renacimiento. El arte gótico surgió en el norte de Francia y fue un arte francés verdaderamente nacional, y fue al mismo tiempo un arte “completo” porque satisfizo todas las exigencias de la sociedad religiosa, de la monástica, de la feudal y de la popular. De hecho erigió iglesias, monasterios, palacios municipales, castillos, mansiones y casas; y a todos estos edificios los adornó y amuebló siempre en un estilo único, completamente homogéneo, que tomaba características particulares según se tratase de una obra religiosa o profana. Pero la creación en la que el arte gótico ha compendiado todos los recursos de su belleza y ha traducido en grandiosas formas plásticas los sentimientos más sublimes del alma cristiana es la catedral. La catedral gótica ha sido el esfuerzo más gigantesco que el hombre haya realizado nunca para edificar una casa a Dios. Las iglesias góticas se significan por los siguientes caracteres esenciales: 1º El arco apuntado, también llamado arco ojival, está compuesto por dos tramos de arco formando un ángulo central, en la clave . En la Europa del siglo XII, el arco ojival no sólo supone a un cambio estético que rompe con el clasicismo del arco de medio punto , propio de la arquitectura romana y la románica , sino que además, resulta más eficaz, pues gracias a su verticalidad las presiones laterales son menores que en el arco de medio punto, permitiendo salvar mayores espacios. La sección del arco ojival reproduce los nervios, cada vez más complejos, del sistema gótico, que también se manifiestan en las mismas molduras del pilar. Tiene forma de punta de flecha que debido a su forma vertical permite elevar la altura del edificio. 2. La bóveda de crucería , también llamada bóveda nervada, es un tipo de bóveda característico de la arquitectura gótica que recibe este nombre porque está conformada por el cruce, o intersección, de dos bóvedas de cañón apuntado . A diferencia de la bóveda de arista , la de crucería se caracteriza por estar reforzada por dos o más nervios diagonales que se cruzan en la clave , generalmente. La bóveda de crucería se considera uno de los tres elementos distintivos de la arquitectura gótica , junto con el arco apuntado y el arbotante . La bóveda de crucería consta de dos elementos: los arcos que constituyen su armazón, o esqueleto, y los paños o plementos que cubren los espacios intermedios entre los arcos. Primero se levantan los arcos, creando una estructura esbelta, resistente y ligera, y posteriormente se rellenan los paños intermedios conformando las bóvedas, quedando enmarcadas transversalmente por los arcos perpiaños , también llamados arcos fajones, y longitudinalmente por los arcos formeros , paralelos al eje de la nave que delimitan los tramos de la bóveda. 3. El contrafuerte , también llamado estribo, es un engrosamiento puntual de un muro, normalmente hacia el exterior, usado para transmitir las cargas transversales a la cimentación . Los contrafuertes, que permiten al muro resistir empujes, se conocen desde tiempos antiguos, han sido profusamente usados en todo tipo de construcciones, siendo elementos característicos del arte románico y gótico . El origen de los contrafuertes se debe a la necesidad de soportar la componente horizontal de la carga que origina una bóveda o a veces una cubierta a dos aguas. Estas estructuras de cubierta , además de su carga vertical (su peso por gravedad), tienden a "abrirse", y empujar transversalmente al muro que la sustenta. Por ese motivo, dicho muro debe reforzarse en esa misma dirección para no volcar. En la arquitectura románica , los contrafuertes adoptan la forma de pilastras , adosadas exteriormente al muro, con ancho decreciente en altura. En la arquitectura gótica se producen varias innovaciones que estilizan el contrafuerte: se sustituye el arco de medio punto por el arco apuntado , que al ser más vertical, ocasiona menos empujes transversales al muro. Por otra parte, el muro de cerramiento deja de tener funciones estructurales. las cargas de la cubierta se transmiten, mediante arbotantes , a contrafuertes que aparecen ahora como pilares exentos. Estos contrafuertes exentos suelen presentar remates verticales denominados pináculos que cumplen una doble función decorativa y estructural, ya que el peso del propio pináculo ayuda al contrafuerte a aumentar la componente vertical de la carga, lo estabiliza. 4. El arco arbotante, o simplemente arbotante, es un elemento estructural exterior con forma de medio arco que recoge la presión en el arranque de la bóveda y la transmite a un contrafuerte , o estribo, adosado al muro de una nave lateral. Es un elemento constructivo distintivo de la arquitectura gótica , junto con el arco apuntado y la bóveda de crucería . Como arco exterior de descarga suele estar en posición inclinada; es, por tanto, un arco por tranquil , ya que tiene los arranques a distinta altura. El arbotante forma parte de la estructura gótica, pero sólo se aprecia desde el exterior. La parte inferior se apoya en un estribo, contrafuerte, o botarel ; y la parte superior sirve de sostén, generalmente, a una bóveda de crucería . Un pináculo corona el estribo, decorándolo, denominado aguja cuando es muy elevado. Eso permitió la construcción de edificios mucho más amplios y elevados, y el predominio de los vanos sobre los muros . Los elementos sustentantes ( pilares de complicado diseño) quedan mucho más estilizados. Pero la utilización de un elemento no puede definir un estilo de forma global, se trata de un problema más amplio, de una nueva etapa histórica, una nueva concepción del arte y con el del mundo. Un elemento estructural, por importante que sea, no puede resumir un concepto global sobre la vida. Una teología de la verticalidad y de la luz
Los nuevos edificios religiosos se caracterizan por la definición de un espacio que quiere acercar a los fieles, de una manera vivencial y casi palpable, los valores religiosos y simbólicos de la época. El humanismo incipiente liberaba al hombre de las oscuras tinieblas y le invitaba a la luz. Este hecho está relacionado con la divulgación de las corrientes filosóficas neoplatónicas, que establecen una vinculación entre el concepto de Dios y el ámbito de la luz. Como las nuevas técnicas constructivas hicieron virtualmente innecesarios los muros en beneficio de los vanos, el interior de las iglesias se llenó de luz, y la luz conformará el nuevo espacio gótico. Será una luz física, no figurada en pinturas y mosaicos; luz general y difusa, no concentrada en puntos y dirigida como si de focos se tratase; a la vez que es una luz transfigurada y coloreada mediante el juego de las vidrieras y los rosetones , que trasforma el espacio en irreal y simbólico. El color alcanzará una importancia crucial. La luz está entendida como la sublimación de la divinidad. La simbología domina a los artistas de la época, la escuela de Chartres considera la luz el elemento más noble de los fenómenos naturales, el elemento menos material, la aproximación más cercana a la forma pura. El arquitecto gótico organiza una estructura que le permite, mediante una sabia utilización de la técnica, emplear la luz, luz transfigurada, que desmaterializa los elementos del edificio, consiguiendo claras sensaciones de elevación e ingravidez.
Capítulo 10º: Las iglesias románicas. Su desarrollo. (19/03/2011)
Las iglesias románicas, que en los siglos XI, XII y XIII comenzaron a difundirse con rapidez febril y con admirable entusiasmo del pueblo y de los ayuntamientos en Italia, en Francia, en Alemania y en Inglaterra, fueron el resultado de un gallardo renacimiento político y religioso en los pueblos y de la preponderancia espiritual y civil de algunas grandes órdenes monásticas (cluniacenses y cistercienses), que en sus inmensos monasterios habían formado laboratorios artísticos completos de arquitectos, escultores, directores de obras, pintores, etc., los cuales reproducían con agrado aquí y allá ciertos tipos constructivos, aun variando los elementos accesorios según las condiciones locales. Se tuvieron así escuelas diversas: una renana (catedral de Spira, María Magdalena, de Vézelay; San Lázaro, de Autún), una normanda (San Esteban, de Caen, en Normandía; catedral de Peterborough, en Inglaterra), una alverniatense (Nuestra Señora del Puerto, en Clermont; San Fermín, en Tolosa; Santiago de Compostela, en España), la del Poitou (Notre Dame la Grande y San Sabino, de Poitiers), de Provenza (San Trófimo, de Arles).
En Italia, el estilo románico tuvo en Lombardía y en las regiones adyacentes su forma típica en la basílica de San Ambrosio, de Milán (s.VIII-XI), construida por los maestros comacinos, de donde viene el nombre particular dado entre nosotros de "estilo lombardo." Según este estilo fueron erigidas las principales iglesias de aquel tiempo: San Miguel, de Pavía (s.XI); San Eusebio, en Vercelli (s.XII); las catedrales de Genova (s.XI) y de Parma, con el admirable baptisterio; de Piacenza, de Módena, de Cremona, de Ferrara (s.XII). Presentan generalmente un aspecto simple y severo. La fachada en los tipos primitivos (San Miguel, de Pavía) se compone de una larga muralla apenas partida por dos gruesos cordones verticales, que sube sin interrupción hasta las dos rampas terminales y esconde el saliente producido por la nave de en medio sobre las dos laterales; en cambio, en los tipos posteriores se ilumina desde el centro con una gran ventana redonda (rosetón, Módena; Piacenza) y se decora vagamente con los dos o tres orificios acoplados o con arcadas en serie superpuestas, que crean juegos de luz y de sombra de efecto extraordinarios (Pisa y Lucca).
Los pórticos, desde la empuñadura profunda hasta los arcos concéntricos, tienen graciosas archivoltas ( protiri ) empotradas sobre columnas, cuyas bases se apoyan, a su vez, sobre leones agazapados. Sobre los flancos, el elemento principal de decoración es el arqueado cerrado o abierto; frecuentemente, la cornisa formada por pequeños arcos establecidos sobre ménsulas o unidos con columnitas. Estas fajas murales, llamadas fajas lombardas, forman la mayor parte de las coronaciones, y en las fachadas se ven varios órdenes. En algunas iglesias, el alternar de mármol blanco y de piedra obscura da a toda la masa un gracioso aspecto decorativo (catedrales de Génova y Pisa).
El resto de Italia fue invadido e influido por dos grandes corrientes, lombarda y bizantina, fundiéndose aquí y allá con las formas clásicas, jamás abandonadas especialmente en la Italia central. La arquitectura románica con sus edificios había dado a la Iglesia un tipo de construcción religiosa que se mostraba adaptada a sus necesidades; y el desarrollo hacia el cual estaba encaminada habría alcanzado mejor tal fin si los arquitectos no hubiesen encontrado un nuevo sistema de bóveda, que trajo una verdadera revolución en la arquitectura religiosa, dando origen a la arquitectura gótica u ojival.
Capítulo 9 º: Las iglesias románicas. Características (12/03/2011)
Las pocas iglesias que a ambos lados de los Alpes representan el arte constructivo cristiano en el período desde el siglo VI al XI — si se exceptúan aquellas de tipo basílicas edificadas en Roma y en Rávena —, ofrecen demasiada variedad, por no decir confusión, de particulares estilísticos para ser definidas; después la mayor parte ha sufrido retoques considerables. De los elementos que sobreviven se puede deducir la profunda desorientación artística en que se encontraba gran parte de Italia y de Europa después de la hecatombe de las invasiones bárbaras y el sucesivo trabajo de consolidación. No obstante esto, en la alta Italia con Luitprando (712-744) y en Francia con los carolingios se advierte un oscuro madurarse de nuevas formas, de las cuales surgirá un nuevo estilo. Este estilo nuevo, fusión de elementos bárbaros, de influjos orientales y de reminiscencias clásicas, iniciado en los siglos VIII-IX con los maestros lombardos a orillas del lago de Como (comacinos) , se afirma vigoroso en Occidente después del 1000, y fue llamado románico, porque es derivado del arte romano. En efecto, los nuevos constructores, especialmente en el norte de Italia, partieron del tipo tradicional de la basílica latina, pero buscaron nuevos sistemas para cubrir de bóvedas las naves. Esta ha sido la idea madre de toda la arquitectura medieval en Occidente. De la diversa manera de construir y de equilibrar las bóvedas difieren los procedimientos románicos de los góticos, y aquí se descubre el desarrollo y el progreso del arte. Este en el primer período (románico) lo encontramos en vía de formación; en el segundo, es decir, en el gótico, lo vemos llegar a su madurez después de haber conseguido la solución del fatigoso problema. El estilo románico presenta un fondo común, sobre el que una cantidad de escuelas regionales italianas y extranjeras ha trabajado, aportando modificaciones y variaciones. Podemos, sin embargo, resumir así los caracteres generales de la iglesia románica: a ) División en tres naves, de las cuales la central es el doble de larga que las laterales y está separada de éstas mediante columnas o, más frecuentemente, pilares macizos de piedra, solitarios o reunidos en haz. A veces, el muro que está encima dividiendo las naves está perforado por una serie de pequeños arcos con dos aberturas, que forman una segunda galería. b ) La cobertura de la nave del medio en las pequeñas iglesias está hecha con una bóveda en forma de pipa, reforzada por arcos transversales; para naves de mayores dimensiones se adopta la bóveda en crucero, que permite la abertura de ventanas en la parte superior de las paredes. La bóveda en crucero es construida con la aplicación — importantísima para toda la arquitectura románica y gótica — de un arco especial de sostén en las esquinas del crucero, llamado costilla, costillón o arco de oliva. c ) Para neutralizar los empujes, los muros exteriores de las pequeñas naves son gruesos, provistos de espuelas o contrafuertes; los capiteles de las columnas o pilastras están esculpidos para poder recibir los comienzos de las bóvedas y los arcos o costillones de refuerzo. d ) El presbiterio está mucho más elevado que el nivel de la iglesia, teniendo en correspondencia una cripta subterránea (iglesia hiemal), a la cual se llega desde el plano de la nave por dos series de escaleras. e ) Las ventanas son en un primer tiempo pocas, largas y estrechas, por lo cual en el interior la luz es escasa; posteriormente se engrandecieron y se adornaron al exterior con esguinces y columnitas con arcos concéntricos, de manera que, en las iglesias más perfeccionadas, la luz, el aire y el espacio son más abundantes. f ) La decoración está casi enteramente confiada a la escultura, que se adhiere sobre todo a las vigas arquitectónicas, entallando con las figuraciones geométricas las columnas y las cornisas de los portales, los ángulos del edificio, los capiteles de las pilastras, los rosetones y las ménsulas; escultura fuerte y contorsionada, que prefiere animales verdaderos o fantásticos, quimeras, centauros, monstruos, ángeles, demonios; y sólo en las iglesias del período último adquiere una mayor perfección estilística.
Capítulo 8º: Las iglesias visigóticas (5/03/2011)
El arte visigótico o hispanovisigodo es un arte cristiano de carácter religioso que se desarrolló principalmente en el siglo VII, ya que no se puede considerar perteneciente a la arquitectura y arte visigodo las manifestaciones anteriores (siglo VI) por ser de clara tradición tardorromana paleocristiana. Los principales centros de desarrollo de la arquitectura visigótica fueron Toledo, Tarragona, Córdoba y Mérida, ya que documentalmente sabemos de muchos edificios construidos en estas ciudades aunque muy poco nos ha llegado de ellos, salvo elementos aislados como columnas, pilastras y canceles. Las construcciones supervivientes se localizan en la mitad superior de la península y en zonas rurales -algunas con paisajes idílicos- alejados de las grandes urbes donde la presencia musulmana fue menor. En la mayoría son edificios de segunda fila, por lo que sacar conclusiones definitivas sobre la arquitectura visigótica es difícil. Para la mayoría de los investigadores el arte visigodo es producto de la rica tradición romana y paleocristiana precedente junto con influencias bizantinas. Las características generales de la arquitectura visigoda son:
1) Los edificios se construyen mediante perfecta sillería, con aparejo de soga y tizón. Los sillares son grandes bloques perfectamente cortados y escuadrados y colocados sin unión por argamasa (a hueso). Las hiladas son irregulares. En ocasiones se usa el ladrillo. Ambos elementos son herederos de la arquitectura romana. 2) La anchura de los muros y la escasez de vanos se justifica por la predilección de la arquitectura visigoda por el empleo de la bóveda de medio cañón. 3) Se emplea el arco de herradura con doble dovela como clave (la denominada "ausencia de clave") y con el trasdós que cae recto a partir de la circunferencia. El soporte usado es la columna y el pilar. Los capiteles pueden ser de orden corintio muy esquemático o el de tronco de pirámide invertido. El empleo del arco de herradura también es una herencia de la arquitectura hispanorromana anterior. 4) Una de las características más peculiares de la arquitectura de estilo visigodo es que el espacio de los templos es muy compartimentado y se emplea gran variedad de plantas, algunas de tipo basilical otras de cruz griega o combinación de ambas. Las cabeceras son planas. Los abovedamientos suelen ser de medio cañón, arista o cúpulas en los cruceros. 5) La cabecera siempre aparece abovedada y termina en testero recto y es frecuente que encima de esa bóveda de cañón surjan unas pequeñas camarillas a las que hay que acceder por escalera de mano cuya finalidad es dudosa. Generalmente también a ambos lados de la cabecera aparecían dos sacristías que a veces comunicaban con el ábside por entradas muy pequeñas. Esto hace pensar que cuando la abertura al ábside es la de un vano de dimensiones normales pudiera ser una sacristía, pero cuando es excesivamente reducida puede tratarse de celdas monásticas en donde los monjes realizaban penitencia. La luz del templo visigodo es muy escasa. Existen pequeños vanos en las naves y algo mayor en el ábside, siempre orientado al este y normalmente con una sola ventana. 6) La decoración de los muros es rica en frisos a base de elementos geométricos o florales repetitivos, tallos ondulantes de vid y estrellas o figuras de animales.
7) Según los textos de San Isidoro la belleza del edificio radica no tanto en la buena estructura o en su distribución como en sus adornos y decoración. Para ello se emplearían artesonados de madera dorados, mármoles en los canceles, en las placas, en los muros, en los iconostasios y, por supuesto, en las columnas que separan las naves. Esto hizo que los visigodos se aprovecharan con mucha frecuencia de los materiales de mármol de antiguos edificios romanos. Parece también que las lámparas votivas, los velos, los objetos sagrados, etc., contribuían a esa belleza que era prioritaria en la descripción de los templos del mundo visigótico según San Isidoro. El arte del periodo visigodo o visigótico en España (siglos VI y VII) ha dejado sorprendentemente escasas muestras. Una posible razón es la belicosa historia de conquistas y reconquistas que sufrió la Península desde la invasión musulmana. Establecer rutas para acercarnos al arte visigodo es difícil ya que los restos arquitectónicos se encuentran muy dispersos por toda España. A destacar los templos de San Pedro de la Nave , San Juan de Baños de Cerrato, Santa María de Melque , Santa Comba de Bande , Quintanilla de las Viñas y el conjunto monumental de la Sede de Egara en Terrassa (Barcelona). Podemos incluir aquí todos los numerosos edificios prerrománicos del llamado arte asturiano desde San Miguel de Lillo a Santa María del Naranco.
Capítulo 7º: Las iglesias bizantinas (2ª parte) (26/02/2011)
En la Europa occidental ésta se mantuvo durante largo tiempo solamente en la construcción de los baptisterios, mientras influyó poco en el plano de los edificios sagrados propiamente dichos. De éstos, en Italia ha dejado dos espléndidos ejemplares: la iglesia de San Vital, en Rávena, y la basílica de San Marcos, de Venecia. La primera, edificada en el 547, presenta la forma de un octógono con cúpula cónica central; la segunda, consagrada en el 1072, es en forma de cruz griega, cubierta por cinco cúpulas, levantadas una sobre el crucero y las otras sobre cada uno de los brazos. Las partes inferiores de los muros están revestidas de mármoles policromados; el mosaico cubre las superiores y las vueltas. La luz es escasa, pero los reflejos del oro y de los mármoles crean como una atmósfera áurea y grave que no parece terrestre. Con sus ventanas profundas y la selva de columnas, con sus pináculos, con las riquezas y las profusas añadiduras durante los siglos, el edificio parece un maravilloso joyel salido como por encanto de las aguas del mar, lleno, como éste, de luces y de reflejos infinitos. Muchas otras iglesias están emparentadas con el estilo bizantino por el carácter de su deslumbrante decoración musiva; pero, desde el punto de vista arquitectónico, pertenecen al tipo basilical latino. Tales son, por ejemplo, San Apolinar el Nuevo (s. VI) y San Apolinar in Classe (s.VII), en Rávena; el ábside de la catedral de Parenzo (s.VI), la Martorana y la capilla palatina de Palermo (s.XII) y, finalmente, la magnífica catedral de Monreal (s.XII), erigida por el rey normando Guillermo II.
En las iglesias bizantinas, el arte iconográfico mantiene los antiguos símbolos de un carácter triunfal, como la cruz preciosa, el pavo real, el monograma constantiniano, e introduce algún elemento nuevo. El más característico es el Pantocrátor, figura mayestática de Cristo bendiciendo a medio busto, que, en forma imponente y casi gigantesca, domina en los ábsides y en el arco triunfal todo el ciclo iconográfico que le rodea. Además, en la elección de las reproducciones bíblicas musivas se prefieren las escenas que miran a Cristo bajo el aspecto teológico de las dos naturalezas. En el coro de San Vital, de Rávena, en su lugar está puesto el medallón del Cordero, sostenido por cuatro ángeles; la víctima, prefigurada en los sacrificios de Abel, Melquisedec, Abrahán, representados a los dos lados del altar. En cambio, en el ábside, sentado sobre el globo, que le sirve de trono, está Cristo glorioso, legislador divino, con el volumen de la ley en la mano, mientras dos ángeles a sus lados le presentan a San Vital y al obispo Ecclesius con el modelo de la iglesia.
También María, la Madre de Jesús, adquiere un puesto solemne en la iconografía bizantina. Es un espléndido ejemplo el mosaico absidal de Parenzo (s.VI), que la coloca en el puesto de honor, como Reina, con el Divino Niño sobre las rodillas. En general, se puede decir que el arte sagrado oriental se muestra visiblemente influido por el espíritu teológico, tan propio de su tiempo. Este carácter explica, aun más, la marcada tendencia de los artistas bizantinos a sacar imágenes y figuras del mundo visible, a deshumanizar sus tipos, a elevar preferentemente al creyente a las luminosas regiones del cielo. Para expresar eficazmente tales ideales, ellos eligieron y perfeccionaron una técnica particular, el mosaico, con el cual consiguieron dar a la figura humana una singular expresión de inmaterialidad, de impersonalidad, y en los ábsides y sobre los muros de las iglesias figuraron ángeles y santos con profusión, irradiando por todas partes una lluvia de esplendores y de coloridas magnificencias. La iconografía bizantina después de Justiniano (+ 565) sufrió un retraso en los siglos VII-VIII como consecuencia de las luchas de los emperadores iconoclastas, que combatieron el culto de las imágenes; pero bajo la dinastía macedónica (867-1057) comenzó a florecer vigorosamente. Sin embargo, tanto en los mosaicos y en la pintura como en las artes menores fue siempre perdiendo el contacto con la realidad viva de la naturaleza, para reducirse a reproducir formas convencionales y figuras de tipo fijo, rígidas, aplanadas y sin vida. Tal se presenta no sólo en Oriente, sino también en Italia, en los siglos IX-XI, durante los cuales el arte sagrado, en plena decadencia, no supo más que copiar de mala manera y en forma de estucos los modelos bizantinos; hasta que con el siglo XII, principalmente en Roma, Florencia y Siena, tuvo principio aquella lenta y minuciosa inyección de italianidad en aquellos esquemas convencionales, que poco a poco consiguió renovarlos, creando a las propias concepciones formas independientes.
Capitulo 6 º: Las iglesias bizantinas (1ª Parte) (19/02/2011)
Mientras en Roma y en Occidente se afirmaba como soberana la arquitectura constantiniana, en Oriente (Asia Menor, Siria, Egipto), al lado de ésta, surgía otra de tipo en realidad diferente. Eran construcciones de planta concéntrica, octogonales o redondas, a veces en forma de cruz, reforzadas frecuentemente por cuatro o más exedras y coronadas de una cúpula. Si bien hayan sido preferidas en Oriente, no se debe creer que nacieron allá. Los romanos fueron los creadores y propagadores de estos edificios y supieron llevarlos a un alto grado de perfección constructiva. Baste aludir al Panteón y a la basílica de Santa Constanza, en Roma, y a la de San Lorenzo, en Milán. De edificios parecidos es de donde se derivan los elementos constructivos característicos de las iglesias llamadas bizantinas por ser expresión de aquel arte que desde el siglo V al XV (1453) ha florecido alrededor de Bizancio, la fastuosa capital del Imperio de Oriente y emanación directa del espíritu y de los particulares usos litúrgicos de la Iglesia griega. El plano arquitectónico de las iglesias bizantinas comprende esencialmente una construcción en plano central cubierta por una o más cúpulas, cuyos muros de escayola o ladrillo están totalmente revestidos de mármol policromado y de mosaicos con fondo dorado. La iglesia dedicada a Santa Sofía, es decir, a la divina Sabiduría, que Justiniano hizo levantar en Constantinopla en sólo cinco años (532-537) por los arquitectos asiáticos Antemio de Tralles e Isidoro de Milesia, ha quedado como el tipo más perfecto e insuperado. Desgraciadamente este maravilloso monumento fue muy maltratado por los turcos que hicieron desaparecer los mosaicos bajo el yeso, ahora lentamente vueltos a la luz por recientes restauraciones. Los cuatro minaretes fueron añadidos por ellos.
Su planta presenta dos partes distintas : a ) Un vasto atrio que mediante un doble pórtico, el exonártex y el nártex, lleva a la iglesia por nueve puertas. b ) El cuerpo de la iglesia, constituido por un rectángulo de 76 por 68 metros y dividido en tres naves. La central, que es la más ancha, forma en medio un cuadro, delimitado por cuatro pilones macizos, sobre los cuales se apoyan cuatro grandes arcos, que sostienen la inmensa cúpula (31 metros de diámetro). El paso de la circunferencia al plano cuadrado sobre el cual está inserida se efectúa mediante cuatro triángulos esféricos o penachos, que llegarán a ser el sistema preferido de la arquitectura bizantina. La cúpula es además mantenida en equilibrio por dos vastísimos ábsides, abiertos uno en el gran arco que corresponde a la entrada y otro en la parte opuesta. En cambio, los dos arcos laterales están cerrados por un muro subdividido en tres planos: el inferior, con pórtico de columnas; el superior, con galería de columnas ( matroneo ) , y el tercero, con paredes perforadas por ventanas.
A la grandiosidad de la concepción arquitectónica correspondía la magnificencia de la decoración interna; ésta era toda a base de policromía, tanto en los mosaicos de género decorativo, con fondo unido de oro, de plata y de azul oscuro, como en los mármoles que recubrían las paredes y el pavimento: jaspe, alabastro, pórfido y serpentines en sus diversas ramificaciones. El ambón estaba hecho a base de incrustaciones de marfil, oro, plata y piedras preciosas. El iconostasio, que separaba el santuario de la nave, se refleja apoyaba sobre una columna de plata. El altar era una mesa maciza de oro puro incrustada de perlas. El ciborio que lo cubría y el trono del patriarca eran de plata dorada. La luz durante el día se filtraba de las cuarenta ventanas abiertas en torno a la base de la cúpula y de los dos ábsides, y de noche, llamas que a centenares brillaban sobre el lampadario de plata suspendido de la cúpula ( polycandela ) y en medio de las columnas suscitaban un tal reverbero de colores y un centellear de reflejos, que producían una impresión verdaderamente fantástica. La arquitectura religiosa bizantina se difundió, sobre todo, en Oriente, reduciendo, al correr del tiempo, el complicado tipo concéntrico a un organismo más simple; las más de las veces, una planta de cruz griega con brazos iguales, con una cúpula elevada sobre el cruce de los dos brazos, y otras, cúpulas menores inscritas sobre cada uno de los cuatro ángulos.
Capitulo 5 º: Los orígenes de la Basílica Latina (12/02/2011)
¿De dónde deriva el tipo de basílica cristiana que hemos descrito? He aquí una elegante cuestión que desde hace sesenta años apasiona a los arqueólogos y que apenas hoy comienza a iluminarse con luz segura. Tejer el conjunto de todas las varias soluciones dadas al interesante problema, nos llevaría demasiado lejos; aludiremos solamente a las tres principales. El célebre arquitecto y escritor florentino León Bautista Alberti (+ 1472), y con él una multitud no pequeña de modernos arqueólogos, encuentra el prototipo de la basílica cristiana en las llamadas basílicas civiles forenses, muy comunes en la época imperial. En el lenguaje corriente los romanos llamaban basílica a cualquier sala lo bastante amplia capaz de contener un buen número de personas, independientemente del objetivo. Así encontramos basílica equestris exercitatoria (sala de equitación) o basílica floscellaria (mercado de flores) Eran grandiosos edificios cubiertos construidos ordinariamente en las proximidades del foro, los cuales servían juntamente de tribunal, de bolsa y de mercado. Al exterior derrochaban toda la riqueza monumental de la arquitectura greco-romana; en el interior, las tres o cinco naves en que estaban divididos, con las respectivas galerías superiores, formaban una vasta sala capaz de un número considerable de personas. Por tanto, los cristianos encontraron en seguida en estas cómodas y majestuosas basílicas civiles el tipo de sus iglesias.
Pero un examen detallado de los dos edificios deja ver numerosas y profundas diferencias. La basílica cristiana, a diferencia de la civil, no tiene nunca las apariencias suntuosas de los monumentos antiguos, como arcos, estatuas, pórticos, columnas; su riqueza está toda en el interior y es simplemente decorativa. Faltan también generalmente las galerías superiores; en cambio, se encuentra siempre favorecida con un atrio, y muchas veces de un ala transversal (transepto), lo que no se verifica absolutamente en la basílica civil. Podemos decir en suma que, aparte alguna semejanza de planta, el espíritu arquitectónico de los dos edificios es esencialmente diverso. b ) Una segunda teoría, la más difundida entre los arqueólogos modernos y por éstos variadamente enunciada, ve en la basílica cristiana un tipo compuesto, es decir, la combinación de varios elementos arquitectónicos tomados de varias partes, entre los cuales principalmente las naves y el ábside de la basílica civil pública y privada, el atrio y la exedra de la casa romana y la cella memoriae de los cementerios. Esta teoría, aparte las observaciones de detalle, tiene un defecto fundamental. No tiene en cuenta suficientemente la evolución arquitectónico-litúrgica, ya que la basílica no puede considerarse como un tipo original de edificio creado improvisadamente por la cabeza de un arquitecto de la época constantiniana y por él elaborado sirviéndose de múltiples y variados elementos, sino como término del desarrollo orgánico de aquellos edificios que en los siglos anteriores a la paz habían servido para las reuniones del culto, y sobre el plano de los cuales la liturgia cristiana había modelado su ritual. c) Teniendo en cuenta estos criterios, varios arqueólogos, entre ellos Dehio, Schultze, Grisar y Lemaire, han opinado que la basílica latina sea substancialmente una derivación de la casa romana a peristilo, la domus ecclesiae de los tres primeros siglos, con mayores proporciones y con aquellas variantes que habían sido sugeridas, sea por los edificios parecidos preexistentes, sea con el fin de acoger las masas cada vez mayores del pueblo. En efecto, un examen de los dos tipos del edificio muestra no sólo analogías sorprendentes, sino caracteres absolutamente idénticos.
Comprende exactamente las mismas partes de la domus greco-romana que hemos descrito: una única entrada de la calle, un atrio cuadrangular con fuente, del cual se pasa a una vasta sala apoyada sobre dos filas paralelas de columnas; por último, un espacio terminal más restringido, el santuario. Como se ve, al atrio romano corresponde el atrio basilical; al peristilo, la nave; al oecus, el santuario. En efecto, si nosotros sobre el arquitrabe del peristilo levantamos a los dos lados un muro provisto de ventanas para dar luz al ambiente y cerrado en alto por la armadura del techo, tenemos la clásica nave de la basílica como en Santa María in Cosmedin. Pruebas de esta transformación pueden ser varias circunstancias, que de lo contrario no pueden explicarse. Así: a) El desnivel existente en muchas antiguas basílicas — por ejemplo, en la antigua de San Pedro — entre el plano de la nave lateral y el de la central, de la misma manera que en las casas romanas el patio estaba situada más bajo que las galerías para facilitar el descenso de las aguas.
b) La posición ocupada un tiempo por los fieles en las basílicas, ya que, como es sabido, éstos generalmente estaban en las dos naves menores, mientras la tercera quedaba vacía o sólo en parte ocupada por la schola cantorum. Para obtener mejor ese fin se colocan balaustradas entre columna y columna como en San Pedro en Toscanella (Roma) Ahora esta costumbre, a primera vista bastante extraña, resulta natural si se la hace remontar a la época en la cual la nave del medio, es decir, el plano del peristilo, que permanecía a techo descubierto y era generalmente un jardín, no podía ser utilizado por los fieles. c) La falta de techo sobre la nave central que se encuentra en algunas antiguas basílicas, como Santa María la Antigua . En cuanto a la derivación del santuario absidal del oecus doméstico, nótese que estas dos especies de salas tenían un fin y una situación idéntica: ambas formaban la parte principal de los edificios respectivos; y por ser destinadas a recibir los personajes más distinguidos estaban provistas de bancos y asientos. Además es fácil adivinar cómo de los lugares adyacentes al oecus se haya pasado naturalmente al transepto, al diaconicum, a la prótesis.
d) No hay que olvidar, finalmente, el hecho muy significativo de que la basílica cristiana de los siglos IV y V, si bien ha adquirido ya un propio organismo constructivo, se nos presenta casi siempre unida o aun incorporada a un complejo monumental más vasto, que comprende edificios o lugares de distinta clase, teniendo con ella relaciones de servicio, pero que muestran palpablemente el ser una derivación de las antiguas habitaciones que constituían la domus ecclesiae . Ciertamente esta tercera teoría no escapa a alguna seria objeción; pero conviene reconocer que, mejor que las otras, da una solución lógica y satisfactoria al complejo problema del origen de la basílica. En el lenguaje litúrgico se da el título de basílica a algunas iglesias que por su singular importancia y dignidad gozan de especiales prerrogativas. Estas se dividen en basílicas mayores o patriarcales y en basílicas menores. Las primeras son cuatro: San Juan de Letrán, mater et caput omnium ecclesiarum, (Madre y cabeza de todas las Iglesias) sede del patriarca de Occidente, el papa; San Pedro en el Vaticano, que se considera, por una ficción litúrgica, sede del patriarca de Constantinopla; San Pablo, atribuida al patriarca de Alejandría, y Santa María la Mayor, al de Antioquia. A éstas se agrega a veces la basílica de San Lorenzo extramuros, propia del patriarca de Jerusalén. Las basílicas menores, excluida la anterior, son ocho: Santa Cruz de Jerusalén; San Sebastián, Santa María in Trastevere, San Lorenzo in Dámaso, Santa María in Cosmedin, los Santos Apóstoles, San Pedro in Vínculis y Santa María in Montesanto, La Santa Sede suele a veces elevar al rango de basílica menor alguna iglesia insigne extra Urbem, concediéndole el título y los privilegios propios de las iglesias homónimas romanas. Estos comprenden el uso de la umbela, de la campanilla, y de la capa magna en las procesiones.
La campanilla o tintinábulo, que es llevada delante de la cruz procesional, tiene todavía como fin el llamar la atención y la piedad de los fieles sobre el paso del cortejo. La umbela o sinachium (de sun oikew = cohabito ), llamado también papilio (por la forma de una mariposa), es un paraguas semicerrado, derivación y transformación de las tiendas militares antiguas, en forma cónica, y particularmente de aquella que servía de pabellón al emperador en el campo. Como insignia imperial, pasó más tarde entre las prerrogativas honoríficas de la Iglesia, y como tal la vemos ya en uso en el siglo XIII. Un fresco en el oratorio de San Silvestre, junto a la iglesia de los Cuatro Santos Coronados, en Roma, muestra a un clérigo que tiene sobre la persona del papa, en señal de honor, la umbela. El significado imperial y papal de la insignia se comprende mejor puesto especialmente en relación con la basílica lateranense, la cual tiene la dignidad de ser madre y cabeza de todas las iglesias de Roma y del mundo porque es catedral del Papa, obispo de Roma. La sombrilla, tejida a bandas amarillas y rojas (oro y púrpura), los colores de la Iglesia Romana hasta Pío VII, llegó a ser insignia característica de aquella basílica; más aún, en el uso común tomó el nombre de "basílica." De la basílica madre pasó después a las otras como señal de honor y de preeminencia y como recuerdo, aunque un poco curioso, de la antigua grandeza de Roma y de la Iglesia.
Capitulo 4 º: La basílica latina y su estructura (2ª Parte) (05/02/2011)
No obstante la basílica, cuanto más revelaba al exterior su pobreza constructiva y arquitectónica, tanto más se imponía interiormente por la suntuosidad y el esfuerzo de los ornamentos y de la decoración . El cielo raso estaba pintado y decorado; preciosos mármoles variados revestían las paredes inferiores; mosaicos policromados con fondo de oro estaban incrustados en los muros de la nave del medio y en el ábside; dos pulimentadas filas de columnas, que sostenía una riquísima viga, se reflejaban sobre el pavimento, finamente taraceado por artífices alejandrinos; cortinas de seda y de brocado y tapices históricos estaban colocados entre las columnas; una gran multitud de candelabros y de lámparas, ya suspendidos ya apoyados, de bronce, de plata, a veces de oro, iluminados con centenares de llamitas, esparcían por la vasta aula una luz tranquila, que reflejaban vivamente el oro y las piedras preciosas de los objetos sagrados -cruces, coronas, cálices, patenas- colocados sobre el altar y alrededor del ciborio. Es interesante sobre el particular la respuesta del abad San Nilo (+ 430) a un cierto Olimpiodoro, noble bizantino, el cual, habiendo construido una iglesia, le pregunta sobre un proyecto suyo de decoración a base de escenas pastoriles, de caza, de pesca, etc. "Todo esto, responde el Santo, es muy vulgar." Y sugería, por el contrario, el poner en el santuario una majestuosa figura de la cruz y pintar sobre las paredes las historias del Antiguo y del Nuevo Testamento , a fin de que también los neófitos pudiesen aprender a conocer las bellas acciones de los fieles servidores de Dios. La antigua iconografía basilical era, en efecto, eminentemente bíblica. Esto lo atestiguan en el 333 el peregrino de Burdeos para las basílicas de Jerusalén y San Félix de Nola para las iglesias por él construidas; y si, desgraciadamente, no nos queda nada de la decoración primitiva de las basílicas del siglo IV, los ciclos de mosaicos de los siglos V-VI todavía existentes en Santa María la Mayor de Roma, y en San Apolinar el Nuevo de Rávena, son una prueba de todo ello. Los objetos preferidos eran las historias de los patriarcas y los episodios de la vida del Salvador. Para estos últimos, el artista interpretaba no sólo las narraciones de los Evangelios canónicos, sino que se inspiraba con gusto también en las leyendas de la literatura apócrifa. Los mosaicos del arco triunfal de Santa María la Mayor, que contienen escenas de la infancia de Jesús, dependen ampliamente del Protoevangelio de Santiago. Además, el antiguo simbolismo de las celdas cementeriales pasa a formar parte de la decoración fastuosa de los ábsides, de los arcos triunfales, de los transeptos, de los pavimentos, combinándose con símbolos nuevos. Vemos así repetido el motivo ornamental de la viña, figura de la Iglesia; de los pavos reales, símbolo de la inmortalidad, dispuestos a los dos lados del cantharus, del que mana el agua de la vida; el cordero divino derecho sobre la roca, de la cual salen los cuatro ríos (Evangelios), mientras a derecha e izquierda están alineadas doce ovejas. Va, finalmente, desapareciendo el símbolo antes popularísimo del pez, substituido por el monograma constantiniano de Cristo y de la cruz con piedras preciosas, que comienza a campear desenvuelta, como signo de triunfo, en las concavidades absidales. Finalmente, se debe hacer resaltar la importante transformación sufrida por el tipo iconográfico de Cristo. Mientras en las pinturas que estaban en los cementerios era generalmente representado como adolescente imberbe y más bien como figura episódica, en la iconografía basilical aparece adulto, con barba y respirando con solemne majestad.
El clásico mosaico de Santa Pudenciana (s. IV) lo presenta como sentado sobre una silla imperial, con el libro de la ley en la mano (la traditio legis ), rodeado de los apóstoles, con el fondo verdeante de la Jerusalén celestial. Encima campea la cruz. La idea de esta grandiosa figura de Cristo sobre el trono en el ábside, al cual están coordinadas todas las figuras, no era solamente un magnífico elemento decorativo, sino la expresión plástica del triunfo de Cristo sobre sus enemigos y del concepto dogmático de que Cristo es el centro de toda la liturgia. La antigua costumbre de rezar con los brazos dirigidos a Oriente sugirió en seguida el dar una orientación también a los edificios del culto. Se encuentra la primera prescripción hacia el final del siglo III en la Didascalia: Segregetur presbyteris locus in parte domus ad orientem versa... nam Orientem versos oportet vos orare (1); a la cual hacen eco las Constituciones apostólicas: Aedes ( ecclesia ) sit oblunga, ad orientem versus, navi similis (2). El ábside, por tanto, debía mirar a Oriente, de forma que, orando, el pueblo tuviese la mirada dirigida hacia aquella dirección. En Oriente esta disposición de las iglesias debía de ser general, porque el historiador Sócrates cita como una singularidad el caso de una iglesia en Antioquía que miraba hacia el Occidente.En Occidente es San Paulino, obispo de Nola (+ 431), que comienza a hablar de la orientación en las iglesias como de un uso bastante común. Pero ésta sólo prevaleció más tarde especialmente en las Galias.
En Roma podría parecer que en un principio no se tuvo en cuenta este simbolismo constructivo, porque las más antiguas basílicas no muestran precisamente el estar orientadas hacia el este. Se trata de iglesias edificadas sobre materiales de construcción que remontan a la Antigüedad o en las cuales las condiciones locales no permitían una estricta orientación este-oeste. En algunas el ábside mira al noroeste, como en San Clemente que siendo construida sobre cimientos antiguos (recordemos el subterráneo de culto mitráico) tiene su entrada en dirección sudeste. Sin embargo nada impidió que el sacerdote y los fieles se dirigieran hacia Oriente para la plegaria y el sacrificio como lo exigía el antiguo uso cristiano. Es por eso que el celebrante se coloca mirando hacia la entrada de la basílica (sudeste) teniendo ante sus ojos, con solo un ligero giro, el Oriente. Al mismo tiempo ante sí tiene toda la nave que sirve por una parte de schola, con dos ambones para la lectura de la epístola, gradual y evangelio, y por otra parte, la más baja, lado a lado y ante él, hombres y mujeres separados por el recinto de la schola. Veremos en el próximo capítulo las apasionantes teorías el origen de las basílicas latinas.
NOTAS:
Capitulo 3 º: La basílica latina y su estructura (29/01/2011)
Apenas, a principios del siglo IV, el edicto de Milán (313) hubo sellado el triunfo de la Iglesia sobre el paganismo, se vieron en todas las provincias del Imperio multiplicarse con inesperada y maravillosa rapidez los edificios a propósito consagrados al culto cristiano. Pero cosa singular, el tipo arquitectónico escogido fue casi idéntico en todos; aquel que en el lenguaje eclesiástico y en la historia del arte es conocido con el nombre de basílica latina. Con tal nombre, los romanos querían indicar una gran aula o un noble edificio público o privado; pero en los siglos IV y V lo vemos muy frecuentemente escogido por los escritores para designar, en general, toda clase de iglesias, y, sobre todo, los suntuosos edificios culturales edificados en la época constantiniana. Así, Constantino llama basílica a la iglesia en una carta a Macario de Jerusalén, y el peregrino de Burdeos, con el mismo título, a la iglesia del Santo Sepulcro: Ibi modo, iussu Constantini imperatoris, basílica facta est, id est dominicum mirae pulchritudinis (1) Los caracteres de la basílica latina, al menos en Occidente, se pueden fácilmente deducir del examen de los edificios de este género que, remontando a los siglos IV y V, o han conservado substancialmente las líneas primitivas o, habiéndolas modificado en parte a través de los siglos, pueden ser reconstruidos mediante la búsqueda arqueológica y los testimonios de los antiguos escritores. Tales edificios, para limitarnos a Roma y a los más conocidos, son los siguientes:
1) La basílica del Salvador (San Juan de Letrán), erigida por el papa Silvestre (314-335) sobre el área del antiguo palacio de los Lateranos, ahora profundamente modificada. 2) La basílica de San Pedro, en el Vaticano, sobre la tumba del Príncipe de los Apóstoles, a lo largo de la vía Cornelia. Aunque reemplazada en los siglos XVI-XVII por la obra monumental de Bramante y Miguel Ángel, la vieja basílica pudo ser reconstruida con el auxilio de antiguos diseños y las indicaciones de los escritores medievales. 3) La basílica de San Pablo, en la vía Ostiense. Constantino levantó primero un pequeño edificio, derribado después por Valentiniano (386) para dar lugar a la amplia y magnífica basílica que duró hasta el 1823, cuando se incendió. La actual reproduce bastante fielmente la forma y las dimensiones de la antigua. 4) La basílica de Santa María la Mayor, sobre el Esquilino, fundada por el papa Liberio (357-366) y restaurada por Sixto III (432-440). Es la que conserva más que ninguna todavía inalterado, excepto el atrio, suprimido, y un arco en el doble orden jónico interno, el plano de la construcción primitiva.
5) Las basílicas menores de Santa Inés Extramuros; de Santa Sabina, sobre el Aventino, hace unas décadas devuelta a su aspecto primitivo; de San Lorenzo, en Campo Verano, y pocas otras. Analizando estos y los numerosos monumentos parecidos, se descubre en seguida que todos fueron construidos según un plano y modelo bastante uniforme, el cual comprendía tres elementos principales: el atrio, las naves y el santuario. a ) El atrio era un patio cuadrangular a cielo descubierto, rodeado generalmente de un pórtico de columnas, con una fuente en medio ( cantharus ) , que servía para las ceremonias simbólicas. El ala del atrio adosada a la fachada de la basílica se llamaba nártex . El atrio por la parte exterior estaba cerrado por todas partes, excepto por delante, donde una puerta coronada por un propileo, daba a la calle. b) Las naves constituían la basílica propiamente dicha, es decir, un vasto espacio rectangular cerca de dos veces más largo que ancho, dividido por una doble fila longitudinal de columnas en tres campos o naves, pero de manera que la central fuese más ancha que las laterales. Además, la nave del medio era más elevada que las otras con el fin de obtener, mediante ventanas abiertas en los muros del flanco superior, la luz necesaria para todo el ambiente. Las naves laterales generalmente no tenían ventanas. En medio de la nave del centro, inmediatamente delante del santuario, una ancha empalizada cerrada por cancelas de mármol rodeaba el lugar destinado a la schola cantorum; dos pequeños ambones se levantaban a ambos lados de la balaustrada para servir a las lecturas de la Sagrada Escritura y al cantor solista del salmo responsorial. c) El santuario estaba en la extremidad de la nave central, pero elevado un poco sobre el plano de ésta. Terminaba en un ábside semicircular (concha, exedra), al fondo del cual, cubierta por un velo, se erguía la cátedra episcopal, el trono del pontífice, y alrededor había simples bancos de piedra para los presbíteros. Delante de la cátedra y debajo del arco del ábside se levantaba el altar, el centro espiritual de todo el edificio, formado por una simple mesa de piedra protegido por un ciborio sobre cuatro columnas. Tal era, en sus líneas generales, la disposición interna de la basílica latina; sin duda, simplicísima en los sobrios motivos arquitectónicos, pero coordinada, orgánica, en todas sus partes y de impresión majestuosa y solemne. De ordinario, los fieles no ocupaban la nave central, sino solamente las dos laterales: a la derecha, los hombres; a la izquierda, las mujeres, convergiendo ambos hacia el altar, donde el pontífice, de cara a ellos, celebraba, junto con los presbíteros, el santo sacrificio. El atrio con sus pórticos estaba reservado a los catecúmenos y a aquellas otras clases de personas a las cuales no era consentido el asistir a los divinos misterios. En cuanto al aspecto exterior, las basílicas no mostraban nada de extraordinario. El edificio, aparte una cierta grandiosidad de mole en los más grandes, se presentaba más bien pesado, con flancos de estructura muy común en ladrillo, de arco plano, abiertas a la altura de la nave central. NOTAS
Capitulo 2º: Las Domus Ecclesiae primitivas (2ª parte)
No debemos, finalmente, olvidar los famosos títulos romanos, es decir, las veinticinco iglesias presbiterales de la ciudad, cuya remota antigüedad resulta ya de la forma de su nombre. Un gran número, al menos desde el principio, no lleva el título de un santo, en especial de un mártir; sino que, como era costumbre en los edificios profanos, se denomina simplemente por el fundador o propietario, cuyo nombre (títulus ) aparecía grabado encima de la entrada. En un período posterior, una tal denominación, como títulus ( Vestinae, Equitii, Byzanti, Práxedis, Pammachii ), hubiese sido imposible, porque con el progreso del tiempo solamente los mártires y después los santos en general consiguieron el honor de dar el nombre a las iglesias." El uso antiguo se explica muy bien si se piensa que en un principio los títuli fueron otras tantas casas privadas, concedidas por sus piadosos propietarios para las necesidades del culto, y cuyo nombre quedó a ellas unido. Después de la paz, transformadas en basílicas, perdieron la fisonomía original; pero las excavaciones practicadas en los subterráneos de muchas de ellas, como Santa Cecilia, San Clemente, Santa Sabina, Santa Prisca, Santos Juan y Pablo, San Crisógono, etc., han puesto de relieve los restos de la casa primitiva. Podemos, por tanto, sostener que las numerosas iglesias -y San Optato, en el 370, afirma que eran más de cuarenta- poseídas por los cristianos inmediatamente antes de la paz, eran casas verdaderas y propias, ya desvinculadas del dominio privado y pasadas a la propiedad corporativa de la comunidad cristiana. Éstas, aparte las particularidades de las acomodaciones de los lugares internos para el clero, el guardián, los ornamentos litúrgicos, etc., eran exclusivamente habilitadas para la celebración del culto; si bien en cuanto al aspecto externo no debían distinguirse de las otras casas de los nobles romanos.
Estas conclusiones han sido recientemente confirmadas por el descubrimiento hecho en Dura Europos, sobre el Éufrates, de una "casa de la Iglesia," en gran parte conservada en la planta baja. Se trata de una gran casa de habitación del siglo II, transformada en el 232 en domus ecclesiae, con decoraciones de escenas bíblicas del Antiguo y Nuevo Testamento y provista de locales accesorios, entre ellos el baptisterio. Por esto, una opinión absolutamente errónea , aunque largamente difundida, es aquella de que los cristianos durante el período de las persecuciones se reuniesen en las catacumbas para celebrar los sagrados misterios y para escaparse de los enemigos. La falta de fundamento de esta leyenda se revela, sobre todo, por el hecho de que los recintos de las catacumbas son totalmente insuficientes para contener un número razonable de personas. Baste notar que uno de los más amplios, la Capilla Griega del cementerio de Priscila, verdadera iglesia cementerial, no sobrepasa los cincuenta metros cuadrados de superficie, mientras la comunidad de los fieles de Roma, a mitad del siglo III, debía ser muy numerosa si mantenía 1.500 pobres.
Se objeta frecuentemente con el hecho de que Sixto II fuese sorprendido el 6 de agosto del 258 con sus diáconos en el cementerio de Calixto, mientras explicaba al pueblo la palabra de Dios: quebrantando así el edicto de Valeriano que prohibía la reunión en los cementerios. Pero hay que recordar que aquel cementerio tenía una parte sobre la tierra ( sursum ) , ahora desaparecida, por lo cual es legítimo concluir que sea aquí donde haya tenido lugar la captura del papa. En el cementerio subterráneo no había lugar capaz para una reunión del pueblo; la capilla de los Papas no habría contenido más que unas quince personas. No es además verdadero que las catacumbas fuesen desconocidas para los paganos, y mucho menos para la policía imperial. En Cartago, en efecto, como nos atestigua Tertuliano, el populacho gritaba: Areae ipsorum ( scilicet Christianorum ) non sint (1); y el emperador Valeriano prohibió expresamente a los cristianos la entrada en los cementerios. Si se celebraron servicios religiosos en las catacumbas, tuvieron un carácter excepcional, ya que generalmente los aniversarios de los mártires eran celebrados en la cámara fúnebre, provista de capillita con los edificios anejos, llamada cella memoriae o cella mártyris (2) erigida sobre su tumba. Aquí se reunía el clero, mientras los fieles estaban a techo descubierto. Una de estas cellae, con tres ábsides ( cella trichora ), existe todavía en el cementerio de Calixto, edificada quizá por el papa Ceferino (203-220) en honor de los Santos Sixto y Cecilia. Con todo esto podemos preguntarnos si antes de la paz constantiniana los fieles habían construido edificios sagrados a propósito, es decir, constituidos esencialmente por una gran aula cubierta, dispuesta para las celebraciones litúrgicas; en suma, el precedente de la basílica cristiana. La respuesta afirmativa es sumamente probable. En Oriente, San Gregorio Niseno habla de la construcción de una gran iglesia erigida por San Gregorio Taumaturgo en Neo-Cesárea, con la ayuda de toda la población cristiana, hacia la mitad del siglo III, y sus palabras hacen suponer que se tratase de un edificio propio para las reuniones sagradas. En Occidente, los descubrimientos hechos debajo de algunas basílicas de época posterior parecen confirmar idénticas conclusiones. Los trabajos ejecutados en la célebre basílica eufrasiana de Parenzo, construida poco después del 521, han hecho encontrar debajo del pavimento restos de los muros de un santuario anterior, atribuido al final del siglo III, formado por un aula rectangular con el altar en el fondo, y a los lados una sala lateral menos ancha, y todo formando una construcción separada.
Podrían citarse otros ejemplos de este género, de época anterior al siglo IV, los cuales han preparado el magnífico florecimiento basilical del período constantiniano. El término ecclesia (del griego ekkalew = convoco), que ahora comúnmente sirve para designar el edificio del culto, significaba en el lenguaje clásico la asamblea plenaria de todos los ciudadanos libres, de donde pasó con sentido análogo antes a los LXX y después al Nuevo Testamento para indicar la reunión de los fieles para la celebración del culto, y finalmente, por una fácil metonimia, el lugar mismo donde se celebraba la reunión, la domus ecclesiae. En este sentido, los paganos usaban el término templum; pero los cristianos, al principio al menos, rechazaron el servirse de tal término, por evidentes razones de oportunidad, y prefirieron adoptar el de ecclesia. De esta propiedad de los términos se diría que estaba en conocimiento la misma autoridad romana, porque el emperador Aureliano, en el 274, insistiendo un día ante el Senado a fin de que se decidiese a consultar los libros sibilinos, escribía: Miror vos, patres sancti, tam diu de aperiendis Sybillinis dubitasse libris, perinde quasi in Christianorum ecclesia, non in templo deorum omnium tractaretis . Aquí la contraposición entre los dos vocablos es evidente. En el siglo III, la mayor parte de los escritores sagrados, y con éstos los padres del sínodo de Elvira (304) y la Didascalia, usan ya el término ecclesia para indicar el lugar del culto cristiano, y la denominación prevaleció después. Pero el edificio material y visible del culto es símbolo de un edificio espiritual e invisible, formado por la reunión de todos los creyentes no en acto, en un lugar determinado, sino en espíritu, esparcidos por toda la tierra y formando la gran familia cristiana, la Ecclesia Christi. La imagen ha sido encontrada por Jesucristo mismo: Super hanc Petram aedificabo Ecclesiam meam, desarrollada después admirablemente por San Pablo: íam non estis hospites et advenae, sed estis cives sanctorum et domestici Dei; superaedificati super fundamentum apostolorum et prophetarum ipso sumo angulari lapide Christo lesu. In quo omnis aedificatio constructa crescit in templum sanctum in Domino; in quo et vos coaedificamini in habitaculum Dei in Spiritu ( 4). La liturgia ha insertado estos sublimes conceptos en el Oficio de la Dedicación y en las fórmulas ceremoniales del solemne rito consagratorio de una iglesia, mediante el cual se toma posesión en nombre de Dios y se consagra irrevocablemente a Él el edificio del culto. Pero de esto trataremos a su tiempo. NOTAS
Capítulo 1º: Las "Domus Ecclesiae" primitivas (parte 1ª)
Sabemos por los Hechos de los Apóstoles que, constituido después de Pentecostés el primer núcleo de fieles, los apóstoles continuaron frecuentando el templo para la oración oficial; pero para celebrar la Eucaristía, a falta de un lugar propio de culto, reunían a los creyentes ya en una, ya en otra de sus casas (kat' oikin). Es fácil suponer que ellos eligiesen a tal fin aquella parte de la casa llamada por los griegos (anwgaion) (anógaion) uperwn (hyperóon), la cual estaba encima de la planta baja y es todavía hoy en Oriente la sala reservada a las grandes fiestas familiares. Aquí, en efecto, encontramos reunidos a los apóstoles en el momento de la venida del Espíritu Santo; aquí también se lee que se retiraba San Pedro a orar; aquí también San Pablo celebró en Tróade los divinos misterios. Algunas de estas domus ecclesiae o ecclesiae domesticae (1) son más de una vez nominalmente recordadas en los Hechos y en las cartas paulinas: en Jerusalén, la de María, madre de Marcos; en Efeso, la de Tiranno ; en Corinto, la de Tito; en Colosas, la de Filemón; en Laodicea, la de Ninfa; en Roma, la de Aquila y Priscila sobre el Aventino. Sin embargo, con el crecimiento de la comunidad cristiana, y por esto mismo de los diversos correspondientes servicios, es preciso admitir que no una sala cualquiera, sino la mayor parte de la casa hubiera sido habilitada para los servicios del culto. Por otra parte, las casas antiguas -se entiende las de gente patricia, bastante numerosas en las ciudades aún de segundo orden- se prestaban muy bien para esto. En efecto, del examen de las casas de Pompeya, por ejemplo la de Pansa o la de los Vettii , y por los planos de las romanas, trazadas sobre la forma urbis, se ve que las habitaciones patricias de la época imperial están generalmente compuestas por dos cuerpos principales: el atrio y el peristilo.
El atrium, la corte común del servicio, que comunicaba directamente con la calle mediante el vestibulum (ostium) , era rectangular, sin columnas y cubierto sólo a los cuatro lados, mientras en el centro una cisterna (impluvium) servía para recoger el agua de lluvia. Alrededor del atrio estaban las habitaciones más comunes; en el fondo, sobre el eje del vestíbulo, se abría el tablinum, que comunicaba por una verja con la segunda corte el peristilo. Este, más vasto que el atrio y rodeado por todas partes por una majestuosa columnata, constituía la verdadera morada familiar. Aquí estaban las habitaciones reservadas, el triclinio, el estudio, y de frente al tablinum, el oecus o esedra o salón de recibimiento. La casa, al exterior, generalmente no tenía ventanas, pero estaba rodeada por almacenes o sola.
Conforme a esta disposición topográfica de la casa greco-romana se ha ideado el plano del primitivo servicio litúrgico. Cuando un patricio hecho cristiano quiere conceder la propia habitación para uso de la Iglesia, el atrio contiguo a la calle, y por esto expuesto a posibles sorpresas, fue reservado a los catecúmenos y a los penitentes en el momento de la misa de los fieles; éstos, en cambio, divididos según el sexo, tuvieron acceso en la doble galería del peristilo. El clero, encabezado por el obispo y los sacerdotes, era natural que fuese a ocupar el oecus , el salón de enfrente, que le permitía estar a la vista de todos, presidir la asamblea y dominarla completamente. Una cortina colgada del tablinum, o una puerta, podían en el momento oportuno impedir a los no iniciados que estaban en el atrio, el asistir a las partes más secretas de la función. Esta reconstrucción de una domus ecclesiae la atestiguan no pocos testimonios de los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, los cuales, refiriéndose a los lugares del culto, asocian de ordinario los dos conceptos de iglesia y de casa. Tertuliano llama a la iglesia domus Dei (2); San Hipólito, oikoz`qeou; San Cipriano, Dominicum (kuriakon = casa del Señor); Clemente Alejandrino, domus dominica (3); el pagano Porfirio (siglo III), "la casa grandiosa de Dios"; Ensebio, domus ecclesiae . La Didascalía, aludiendo a la iglesia, la designa locus in parte domus ad orientem versa (4). Las apócrifas Recognitiones Clementinae (romance de final del siglo II) cuentan de un cierto Teófilo, rico magistrado de Antioquía, que convirtió la propia casa en iglesia: Domus suae ingentem basilicam ecclesiae nomine consecravit (5). El mensaje verbal auténtico de la autoridad municipal romana que en el 303, durante la persecución de Diocleciano, inquirió en la iglesia de Cirta, en África, no la designa como iglesia, sino como casa: Cum ventum esset ad domum in qua christiani conveniebant... (6) Se registran las habitaciones del obispo y de los sacerdotes, los objetos encontrados en la biblioteca, en el triclinio, en la despensa; prueba evidente de que se trataba, en realidad, de una casa-iglesia con las correspondientes dependencias. Cuando, hacia el 272, Pablo de Samosata fue condenado como hereje, resistiéndose a ceder la iglesia de Antioquía, en la cual habitaba, el emperador Aureliano decretó con un rescripto que la domus ecclesiae fuese consignada a aquellos que estaban en comunión con los obispos de Italia y de Roma. NOTAS
Comprender y vivir la arquitectura cristiana (8/01/2011)
Conocidos y estudiados los gestos litúrgicos, comenzamos este año 2011 con un estudio sobre los edificios del culto, sus partes y accesorios. También en este apartado seguiremos principalmente la “Historia de la Liturgia” de Don Mario Righetti en su primera edición italiana de 1945 más extensa y completa que la edición española que la B.A.C. realizó años más tarde. Debería resultar trascendental en estos impulsos iniciales de un nuevo movimiento litúrgico que redescubramos los cimientos, muy especialmente de la arquitectura cristiana y de los principios que a través de los siglos la animaron así como de todos los complementos que nacieron a partir del edificio cultual. El arte para un cristiano es una invitación a la esperanza , virtud teologal que no defrauda, fuente de alegría que se fundamenta en una base sólida que es Cristo. La Iglesia además de ser depositaria de la fe , tiene una riquísima tradición de imágenes al servicio de la transmisión de la fe , al mismo tiempo que comprendemos, conocemos, interpretamos el patrimonio artístico de la Iglesia. Si Dios ha entrado en la historia del hombre, es posible encontrarse con Él y para que ese encuentro fructifique es necesario rechazar la autosuficiencia y abrirse a la humildad. La importancia del arte en su labor misionera universal es tal, que es una auténtica catequesis. A través del arte, la Iglesia hace accesible el mensaje de Cristo a todos los pueblos , así nacieron las Biblias de piedra, en el románico, cuyo objetivo era la docencia : enseñar a la mayoría de los fieles no ilustrados cual era la historia de la Salvación. El pueblo aprendía la doctrina de la Fe a través de los muros de las Iglesias mejor que un libro abierto, gracias a su contenido simbólico. Como dice Benedicto XVI: " Si nuestra Fe sigue viva, toda esta herencia tampoco muere , sino que sigue presente en las Catedrales, iconos, música, pintura, literatura, todo es un destello del espíritu de Dios". La belleza de las cosas visibles, creadas, nos conduce a las invisibles y a través de los ojos se puede llegar al alma. El arte servía en el románico para enseñar los dogmas del cristianismo y los grandes ideales de la época medieval. No existía diferencia entre arte-creencia: la gente aunque no fuera creyente, podía apreciar y disfrutar. Por otro lado, no hace falta ser creyente para apreciar los valores de una civilización. Si hay algo en común en toda Europa es el cristianismo, que lo recorre de un extremo a otro, más de 4000 catedrales góticas en Europa occidental reflejan el culto cristiano y la belleza de la Fe. Juan Pablo II en una carta a los artistas les dice: "la Fe tiene necesidad de arte". El cardenal Poupard que fue prefecto del Pontificio Consejo para la Cultura dice: " la belleza es necesaria para anunciar el Evangelio . La conversión es siempre obra del Espíritu Santo que se sirve de tantos medios que nadie pudiera haberse imaginado. Las conversiones fulminantes han tenido siempre una preparación y podemos afirmar que la vía pulchritudinis , la vía de la belleza representa uno de esos caminos privilegiados". El Papa Benedicto XVI explicó que el arte cristiano, especialmente presente en los museos vaticanos puede ser un medio para acercar la verdad cristiana a no católicos, incluso a no creyentes. "El acercamiento a la Verdad Cristiana por medio de la expresión artística o histórico-cultural es una ocasión para hablar a la inteligencia y a la sensibilidad de las personas que no pertenecen a la Iglesia Católica. La capilla Sixtina constituye en éste contexto una cima insuperable". En febrero de 2010 el Papa dijo: "la dimensión cultural de la Fe es un compromiso para todos". En noviembre de 2009 Benedicto XVI reúne a 300 artistas en la Capilla Sixtina, les llamó custodios de la belleza , como reflejo de lo divino y una poderosa fuerza que eleva a la persona humana, más importante en tiempos de feísmo y crisis económica. "Gracias a vuestro talento podéis hablar al corazón de la Humanidad, tocar la sensibilidad personal y colectiva, suscitar sueños y esperanza". Les invitó a ser, a través del arte, testigos de la esperanza. Con mucha claridad, Joseph Ratzinger, explica que" la sacralidad de la imagen implica la vida interior del artista, su encuentro con el Señor: deriva de una visión interior, fruto de una contemplación y de un encuentro creyente con el Resucitado". " La dimensión eclesial es esencial en el arte sacro" Jesús nos dice "donde esté vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón " (Lc 12,34). El artista cristiano debe hacer la opción radical de poner a Cristo como único Señor de su vida y de su arte. Esto implica también la humildad de un recorrido de formación, artística, moral y espiritual, con la convicción de que el trabajo artístico es una vocación. El pasado 6-7 de noviembre, Benedicto XVI, el "peregrino de la fe" ha venido a España, en su viaje a Santiago para recordarnos que "somos seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y belleza", que no podemos silenciar la realidad esencial de la vida humana, que "es necesario que Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de Europa y que Europa ha de abrirse a Dios". La Basílica de la Sagrada Familia, icono de la ciudad de Barcelona fue la obra maestra del arquitecto modernista Gaudí . Inmensa escultura en piedra a la fe , a la esperanza y a la caridad, convertida en la Catedral del milenio. Al igual que las catedrales medievales acumula 128 años de historia, 6 arquitectos, todos ellos siguiendo directrices, planos y maquetas de yeso del " arquitecto de Dios", camino a los altares. El arte cristiano, al servicio de la Iglesia ha sido durante siglos capaz de anunciar a Cristo y alzar un himno de alabanza a Dios. Como dice Benedicto XVI: "Estoy convencido que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su Verdad contra cualquier negación, se encuentra por un lado en los Santos, y por otro en la belleza que la fe genera." "Guardar silencio y quedar emocionado por la belleza y grandiosidad es algo elevado y noble...y a través de los ojos llegar al alma" "El arte tiene una importante función social, dar un alma al mundo. Allí donde se desprecia la belleza, el hombre se empobrece"
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